De los silencios del misionero

De los silencios del misionero

 

Una capellana internada que religiosamente ofrece su calvario por los frutos de nuestras aventuras apostólicas, nos obligó a reflexionar y escribir sobre lo que ella llama “los silencios del misionero”. So pena de incurrir en pecado de lesa ingratitud, rompemos nuestro perezoso silencio para escribirle las pobres líneas que siguen, que esperamos sean usadas por Dios para sacudir algunas testas de sus purpurados silencios, para empujar almas ansiosas de heroísmo a batirse en espiritual duelo por la gloria de la Palabra encarnada y para obligarnos a guardar adorador silencio ante el Señor de las Batallas.

Sin más epítetos, comencemos estas temerarias líneas afirmando escuetamente lo siguiente: cuatro silencios rodean la Misión

 

Del silencio de Dios

Se puede decir, poéticamente, que el Verbo rompió el silencio del Padre y que el Logos eternal es fruto del silencio del Padre Celestial.

Esa centralidad del silencio en la fecundidad divinal en el seno de las procesiones intratrinitarias nos permite enaltecer al silencio como actitud sublime y obligada para todo bautizado. Y, si lo dicho alcanza para ubicar al silencio en la categoría de lo óptimo, siendo cierto que “corruptio optima pésima” -como nos amenaza el latino adagio-, es preciso decir que el silencio indigno es lo peor y, a la vez, que el silencio paternal empuja al misionero a postrarse en silencio filial ante el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

Hay, a su vez, otro silencio divino que atañe a la vida del apóstol y es el que se configura cuando, en la misión, adviene el fracaso hecho cruz y el misionero sufre cien estocadas humanamente insoportables sin que aparezca algún indicio tangible del auxilio celestial. Es éste el silencio divino que permite al apóstol emular al Salvador en el abandono mistérico al que el Padre lo sometió en el acto de la Redención.

 

Del silencio de la Iglesia Triunfante

Siendo teológicamente imposible que haya siquiera la más leve disconformidad entre el querer divino y el de las almas que gozan de la beatífica visión, es, sin embargo, lícito imaginarnos a San Francisco Xavier rogándole a Dios la gracia de poder bajar de su gloriosísimo pedestal celestial alcanzado, para descender a este infecto valle de lágrimas y desgastarse hasta la Parusía mediante el ejercicio de la sagrada predicación…

Pero, decíamos, salvo que Dios les muestre que lo quiere, los beatos no pedirían algo así, por más que no nos cueste imaginar que, de todos modos, lo harían sea cual sea el divino beneplácito.

Como los santos del Cielo someten sus apostólicas ansias al divino Soberano que los empuja a holgar in aeternum en sagrado ocio, ellos guardan un misterioso silencio absteniéndose de descolgarse del Paraíso y bajar a predicar la Verdad a los cuatros vientos. Ejerciendo tan alta obediencia, conservan un silencio abismal que nos hace padecer a los que aun militamos contra el infierno en las lides del Señor para derribar las ciudadelas que satanás dispuso en este destierro para condenación del humano género.

Como cierta y crecida compensación de tal beato silencio, los Santos del Empíreo Cielo, ofrece al siempre eterno Monarca, sus plegarias potentísimas que nos permiten a los aun viadores devenir apóstoles fecundísimos de la Verdad crucificada.

Del Silencio del misionero

 

El tercero es el silencio del misionero. No pocos silencios experimentarán el misionero, unos benditos y otros, Dios lo impida, corruptos. Hagamos mención de algunos de ellos.

Por causa del idioma

Uno de los más urticantes silencios del misionero es el que experimenta por la ignorancia de la lengua de los paganos que la Providencia le ponga enfrente.

Quien todo lo dejó para ir a conquistar infieles para Cristo Rey, padecerá no poco al ver su lengua atada por las consecuencias del orgullo babélico que nos condenó al pluralismo lingüístico, pena esta que sólo excepcionalmente el Paráclito suple con su siempre feliz don de lenguas que nos ahorra miles de horas de cursada en los institutos de idiomas del mercado moderno.

Por la indiferencia de tantos paganos

Cuando Dios se dignó volver apta a la lengua para la divina predicación, entonces a menudo el misionero deberá guardar doloroso silencio por la sencilla razón de que los paganos interlocutores no tienen interés alguno en usar su inteligencia, pensar, profundizar las realidades invisibles, indagar sobre la Causa Primera, dialogar o reflexionar sobre el espíritu o dejar sus herramientas laborales para vacar en busca de la sabiduría perenne.

Por la indiferencia de tantos herejes

Análogo dolor experimentará el misionero cuando luego de haberle explicado a los herejes de mil maneras la condición de herejes que innegablemente los cualifica -aunque más no sea materialmente-, y éstos entendieron intelectualmente la gravedad y lógica de semejante justa acusación, no amagan otra reacción más que la de dar por terminado el coloquio o mudar de asunto como quien deja de hablar de deporte y pasa a hablar de las elecciones o la ecología.

Por la cobardía de la Jerarquía de la Iglesia

 

Similar, aunque éste ya es espantoso, será el dolor del misionero cuando, movida de temor humano o de terrenos cálculos, la jerarquía eclesial -o congregacional- lo obligan a callar, en mayor o menor medida, aduciendo prudencia -sea pedagógica, o institucional o cualesquier otra-. A este respecto, la peor de las cobardías eclesiales es la que lleva al jerarca a prohibirle al súbdito hacer el llamado “apostolado directo” condenándolo a ejercer la llamada “predicación indirecta”, que nadie sabe qué es. Y, así, la lengua del misionero, que es su principal arma externa, queda atada, mas no por lamas o rabinos, deicidas o lesbianas, granmaestres o sinagogos, sino por los mismos Sucesores del Apóstoles o Superiores Religiosos que son los mismos que por oficio están obligados a empujar a la Iglesia toda a cubrir la tierra con la sagrada lluvia de la divina predicación.

Del silencio santo y del silencio corrupto

El silencio del misionero puede ser santo o corrupto. Es santo si es por obediencia debida (que no debe ser confundida con el escrúpulo, la obsecuencia, la lobotomía o la manipulación sectaria) o vera necesidad o devoción (v.gr. guardar silencio para rezar) o si es silencio de lo fútil, de lo ambiguo o de lo falso.

Es corrupto si se debe a la cobardía, a la apostasía o a la tabulación de la prudencia, esto es, a la pretensión de clasificar a priori todas las posibles situaciones y dictaminar sin más cuales exigen debido silencio.

Hoy, de hecho, a menudo, la prudencia fue sustituida por el cálculo y el cálculo devino apostasía. Tenemos, como triste ejemplo, el caso de las últimas elecciones de las Galias, donde el candidato “católico” negoció hasta el mismo aborto y la sodomía para poder ganar en la ruleta de la farsa democrática. Calculó cada milímetro su táctica política de modo tal de poder seguir yendo a misa diaria y tener muchos hijos y, al mismo tiempo, llegar al poder.  Calculó, planeó con terrenal realismo y humana prudencia y hasta habrá rezado varias novenas para lograr su piadoso fin.

El resultado fue providencial: Dios no quiso que gane ni siquiera la primera vuelta de la revuelta electoralera. Es que cuando los católicos entramos en la lógica del cálculo humano, descartando los ideales sumos como conquistas medievales irrecuperables, nos perdemos en los laberintos de la mediocridad que achica el alma hasta echarla en el basurero de la apostasía judaica[1].

Hoy se busca con esmero insaciable taxonomizar la vida apostólica, clasificando cada posible paso e incluyendo cada respiro dentro de magistrales planes pastorales de escritorio. Y así la “pastoral”, como la llaman, se vuelve estéril.

Hoy se suele olvidar que Cristo no guardó silencio en la Cruz sino que fue precisamente clavado en el madero donde profirió Su supremo sermón, del que Santos como el Belarmino nos legaron majestuoso comentario. Es el Sermón de la Cruz, que repite con verbos de sangre las ocho bienaventuradas saetas con las que el Verbo eternal inauguró Su predicación universal.

Hoy, lamentablemente, hay una apología del silencio corrupto. Hogaño, por tanto, urge emular a la Mística de Siena que un día nos apostrofó con trágicas palabras, nunca como hoy tan vigentes: “Basta de silencios! ¡Gritad con cien mil lenguas! porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido!”.

El de hoy es un silencio hijo de la deserción espiritual. Nunca como hoy hubo tantos medios técnicos de expresión y nunca como hoy el silencio fue tan tétrico.

Es un silencio planeado, calculado y decidido por una pléyade de jerarcas eclesiásticos, episcopales, congregacionales, diocesanos o aun pontificios. Es un silencio apostatizante que escandaliza y quita a la parte humana de la Iglesia su potestad de salar y, por ende, de salvar. Es un silencio homicida e hijo del triple silencio petrino que se negó a confesar al Señor ante las preguntas de una sirvienta, identificada en la simbólica patrística como la Sinagoga de Satanás denunciada por el Apokaleta.

Esta apología del silencio claudicante, esta claudicación por medio del silencio, este gris silencio ante lo abominable y ese encomio de tal silencio, se traduce en fórmulas y eslóganes para libre consumo de la masa ignara a la que los pastores del silencio se niegan adoctrinar con los buenos pastos de la divina Revelación.

Son slogans de diversos tipos: unos mezclan verdades con mentiras, otros admiten a veces suplencias rectas -quizás per accidens-, otros universalizan lo que en algún caso particularísimo pueda ser quizás cierto, unos pueden ser buenos consejos pero se usan como muletillas para impedir que el prójimo cumpla su elemental deber de predicar, otros parecen no decir lo que dicen o siembran dialécticas ideológicas o silencian los axiomas prístinos que no admiten confusión de la doctrina semper idem. Son los pretextos de los nuevos Pilatos que siempre se superan a sí mismo en formas renovadas de disimulo y deserción.

Como muestra de lo dicho, valga mencionar algunas de aquestas fraseologías: “predicar sin predicar”, “yo predico sólo con mi ejemplo”, “hacemos apostolado de la presencia”, “nuestro apostolado debe ser indirecto”, “si predicas directamente, te van a rechazar”, “nosotros preparamos el terreno, los que luego vengan predicarán”, “si predicas directamente, no te van a entender o se van a ofender”, “hay que ir muy de a poco”, “no hay que ser suicida… buscar el martirio es tentar a Dios”, “primero hay que entender bien la cultura y ser como uno de ellos y sólo después, poco a poco, se les podrá predicar”, “si predicas directamente, te cerrarán la puerta”, “no te van a entender”, “hay que evitar todo problema”, “ese tipo de discurso nos creará problemas”, “si decís esa verdad, nos vas a impedir seguir haciendo todo el bien que estamos haciendo”, “van a pensar que sos un resentido”, “no te metas en problemas”, “ya te pareces a los lefebristas”, “una cosa es la buena doctrina, otra es estar loco”, “vos, siempre igual, no cambias más”, “no podés ir y sin más predicar, sino que primero tenés que entender la mentalidad de ellos”, “te van a dejar sin licencias”, “no te va a incardinar nadie”, “no hay que ir lejos a predicar sino que debes predicar con el ejemplo silencioso de tu trabajo cotidiano”, “hay que evitar toda confrontación”, “hay que evitar todo desprecio verbal de las demás religiones”, “debes ser más paciente y prudente”, “vos, sos puro bla bla”,  “si tienen el estómago vacío, no podés predicarles”, “tenés que escuchar más”, “con vos no se puede hablar”, “nadie posee la Verdad”, “hay que evitar querer convencer a los demás”, “te falta circunspección”, “yo no quiero convertir a nadie”, “el proselitismo es elegante estulticia”, “no hay que ir lejos a predicar sino que sólo debes predicar en tu ambiente”, “¿acaso si no se convierten se van a condenar?”, “déjalos tranquilos, ellos están contentos”, “no hay que discutir”, “primero, convertí a tu ambiente, luego podés ir a otra parte a predicar”, “no hay que hablar de religión ni de política”, “si no sabes el idioma, no podes predicar”, “no hablar de las cosas que nos distingan sino sólo de lo que tengamos en común”, “hay que evitar todo discurso discriminatorio”, “te van a hacer un juicio”, “te van a meter preso”, “te van a echar si decís eso”, “no digas nada que pueda herir la sensibilidad del prójimo”, “no hay que hablar de doctrina sino sólo de experiencias personales o de cosas que nadie rechazará como ser que Dios nos ama”, “no hay que hablar del infierno ni de la conversión pues estos temas espantarán a los jóvenes o a los hombres de nuestro tiempo”, “San Francisco Xavier y los Apóstoles están muy bien pero los tiempos cambiaron ergo no podemos pretender predicar como ellos”, “vos no sos santo, entonces no podes pretender predicar directamente como San Pablo”, “el concilio prohíbe usar expresiones como herejía, cisma o paganismo”, “no hay que hablar de los aspectos negativos sino sólo en positivo”, “la Madre Teresa no hizo eso”, “¿viste alguna vez a la Madre Teresa decir algo así?”, “no hay que refutar a nadie ni nada”, “no hay que argumentar sino sólo poner cara de bueno y servir bajando la cabeza”, “no podés hablar sobre Dios si el obispo o el párroco no te autoriza” y odiosamente tedioso etcétera.

Hijo de ese silencio idolatrado que canoniza la cobardía, que en abstracto alaba la predicación siempre y cuando jamás en concreto se predique. Es un silencio que, a la postre, anatematiza el apostolado, puesto que todas sus posibles configuraciones históricas serán calificadas de imprudentes y no se admitirá derecho a réplica, so pena de ser considerado obcecado y desobediente.

El silencio es también corrupto si se debe de la falta de sobreabundancia de contemplación. En tal caso, no se predica simplemente porque no se tiene inspiración o ideas y se carece de ellas porque no se rezó o porque no se estudió. Y no se rezó ni se estudió por pereza o curiosidad o activismo.

Del silencio de los paganos

El cuarto silencio es de los paganos. Muchos de ellos son locuaces para las cosas mundanas o carnales pero no alaban al Creador. A ellos se les puede aplicar la cita del Hiponense: “los que se callan de Ti, son mudos charlatanes”.

A la hora de alabar a Dios, callan, y callan porque Lo ignoran, o porque no quieren conocerLo pudiéndolo conocer. Hay que remediar ese silencio de los paganos. Y esto se remedia de un modo simple, esto es, con la divina predicación.

Del silencio ante Dios

El único modo por el que el misionero puede romper el silencio ante los paganos, será guardando silencio ante Dios. Porque la predicación se prepara de rodillas, en silencio ante Dios.

Sólo entonces, Dios desatará la lengua del misionero y la hará potente para aplacar la locuacidad serpentina de la paganía y tornarla silencio adorante ante la Palabra eternal que fue proferida en el silencio de Dios.

Sólo si el misionero guarda silencio ante Dios, Dios moverá su apostólica lengua y así los paganos guardarán silencio ante Dios y devendrán Sus hijos cuyas lenguas serán movidas por Él para que más paganos oigan en silencio a Dios y continúen la feliz cascada secuencial de silencios adorantes, conversiones fulminantes y predicaciones proféticas.

Que Dios nos dé la gracia de adorarLo y oírLo en silencio para que no Lo silenciemos ante los infieles.

Amén.

 

Padre Federico, S.E.

Misionero en la Meseta Tibetana,

2do. Lunes de Pascua, 24-IV-17

[1][1] Lo judaico no es sino la emulación, por parte de los cristianos, del judaísmo carnal que mató al Redentor.

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