Amor a los Misionados

La caridad hacia los Misionados

Recorriendo la Biblioteca de la Universidad Gregoriana, en Roma, tuvimos la dicha de encontrar, entre tantos estupendos escritos sobre nuestro tema, una perla olvidada. Nos referimos a un breve texto sobre la caridad para con los Misionados, cuya primera parte (llamada “Anverso”) hoy ponemos a vuestra disposición. Es un artículo de espiritualidad misionera escrito por el Padre Eliseo Quintana y publicado en 1949 en “Misiones Extranjeras” (Vol. II, Núm. 4, Julio – Dic.), cuando él era Director Espiritual del “Instituto Español de San Francisco Javier para Misiones Extranjeras”.

Misión en Tanzania

Misión en Tanzania

Evitamos más introducciones. Esperamos que este artículo coopere al crecimiento de la caridad hacia las almas -caridad llevada hasta el sacrificio-, en tierras de Misión.

Rogamos a Dios que tomemos conciencia de que, como dijo el Padre Eliseo Quintana,

“el misionero … ha de … vivir casi de ordinario en una tensión de heroísmo” (Ibid., p.85).

Francisco Xavier

Sacerdote Misionero en Taiwán

Amar de corazón a los misionados

P. Eliseo Quintana

Director espiritual del Instituto Español de Misiones Extranjeras

El apostolado católico nace de dentro, es una exigencia del corazón. Es una consecuencia necesaria de estas dos premisas: primera, la vida divina experimentada en mí mismo; segunda, la triste desgracia de quien no la tiene, comprobada también, a ser posible, experimentalmente. Pero no van iladas por la lógica de la razón, sino por la lógica del corazón. Todo hombre tiene corazón bueno y ama a su prójimo; pero sobre todo el apóstol, que tiene este corazón sublimado por el bálsamo divino que se llama unción de la caridad. Y ante un hermano sin fe y en pecado, sumergido en la mayor desgracia, no puede quedar indiferente. Esta caridad del misionero se concreta en sus misionados, a quienes ama de corazón con todas sus cosas. El misionado tiene su mundo, interior y exterior, personal y social; dentro del cual vive, se mueve y piensa; vive en él, vive de él, y a él se aferra; constituye un todo con su misma persona. En este mundo encontramos muchos valores: unos buenos y otros malos, unos legítimos y otros falsos; la inmensa mayoría son buenos y legitimos. Ahí está la sabiduría del misionero, en saber distinguir y apreciar. El misionero, lo mismo que el misionado, también tiene su mundo: el mundo de su familia, de su pueblo, de su patria; mundo que es hueso de sus huesos y carne de su carne. En él encontramos los mismos valores con las mismas distinciones; algunos creen cándidamente que el mundo del misionero tiene valor absoluto, y el del misionado es todo falso; la táctica sería, pues imponer el primero y borrar el segundo – táctica que pudiéramos llamar comunista-; nada más alejado de la verdad. Por encima de ambos mundos, el del misionero y el del misionado, está el mundo de la Redención de Cristo; en él todos los valores son universales, y se adaptan a las mil maravillas a todos los climas y ambientes, como que no se construye en él nada si no es comenzando sobre la base del mundo particular, del mundo del misionado en nuestro caso – porque el misionero es ante todo eso, “missus”.

Consecuencia: Luego el camino de atajo para fundar la Iglesia es arrancarse el misionero totalmente de su mundo personal y meterse de lleno en el mundo del misionado, haciéndole suyo propio. Es, en concreto, amar a los misionados de corazón con todas sus cosas , no como si fueran propias, sino haciendo que efectivamente lo sean.

Y la experiencia lo confirma. El mejor misionero es aquel que se vuelca con toda su ilusión y con todo su cariño en el mundo de las misiones: en su misión, en su distrito, en su rebaño. El que deja el mundo viejo y se abre enteramente al nuevo; porque el misionero tiene dos mundos: el viejo, el que quedó allá el día de la despedida, familia, amistades, ambiente, patria; y el nuevo, sus misionados; le ha nacido una nueva familia, una nueva patria; allá lo dejó todo, el corazón se ha abierto nuevo cauce; lo veréis a gusto, contento, feliz, en lo suyo; por nada lo cambiaría. En una palabra, asentó en su lugar; al fin y al cabo, a eso le tenía Dios destinado.

Los misionados son las niñas de sus ojos. ¡Cómo los quiere! Por algo le llaman Padre. Mira sus cosas como las miran ellos, las interpreta, las comprende, discierne a maravilla el oro del barro; cala en el alma del pueblo, llega al fondo de los corazones, los maneja como quiere. Llegada la hora del sacrificio no da pie atrás, está dispuesto a dar la vida por sus ovejas, ellas lo saben y se le entregan confiadas; y olvidarán que vino de lejos, olvidarán que es blanco; olvidan porque ven.

Y él, que conoce lo de acá y lo de allá, y que sabe por qué vino, no perdonará fatiga para salvarlas, lo aprovechará todo para su intento; con la vista clavada en el ideal que persigue, engendrar el hombre nuevo en Cristo, alumbrar la nueva raza; no desperdiciará ni ripio de cuanto tienen, porque todo está redimido en Cristo, únicamente el pecado y el error quedarán eliminados; lo levantará todo, lo transformará todo, todo lo divinizará ; con celo porque es apóstol, con caridad porque es lo suyo. Ellos lo comprenderán, con qué santo orgullo se pegarán a él. Eso es adaptarse. Porque acomodar el cuerpo a los alimentos y al vestido, al clima y al ambiente; acomodar el ojo al paisaje y a los rostros; acomodar nuestra inteligencia a sus problemas e inquietudes; entender su misma psicología; todo esto es lo de menos, es algo muy externo y superficial; lo interesante para el misionero es manejar el alma, abrir en ella surco para siglos; y eso se consigue solamente por el amor, queriéndolos de corazón; pero, así, tal como son. Esta fué siempre la táctica de la Iglesia. ¡Qué páginas tan bellas podrían arrancarse de las cartas de San Pablo! .

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Y la piedra de toque de este amor y este cariño es el sacrificio: el día en que caigan en la cuenta de que se sacrifica por ellos, lo ganó todo; porque eso no se le oculta a nadie, el sacrificio es la mejor piedra de toque de la sinceridad. De hecho ése es el camino ordinario que recorre la vocación misionera: a las primeras llamadas de la gracia, sacrifica los tiernos y santos afectos de familia; a su partida a las misiones, renuncia a la patria y al ambiente en que vivió; ya entre su nueva familia, se abraza generosamente con los sacrificios y privaciones que lleva consigo la vida misionera; cuando el correr de los años se lleva como viento helado las santas ilusiones e impaciencias apostólicas de sus primeros fervores, sabe abrazarse con los fracasos y seguir con fidelidad su camino, varonilmente y con fe; y pondrá su última ilusión en dejar los huesos entre los suyos. Y todo esto porque los quiere; todo lo hace por ellos; siempre pensando en ellos. El misionero se avergonzaría de dar un paso atrás ante el sacrificio, o de seguir otro camino. Sacadle de este ambiente y le encontraréis violento, fuera de su sitio, sin encontrar paz hasta que vuelva de nuevo a él.

Es más. El amor del misionero juega tan por lo alto, que aun cuando no consiga nada, aunque no sea correspondido, aunque le hagan el vacío, aunque le calumnien y persigan, aunque le claven el puñal por la espalda, continuará amándolos y queriéndolos de corazón; devolverá bien por mal y sabrá esperar la hora de la gracia; les excusará buenamente ante su conciencia -que es la mejor excusa-; les encomendará sinceramente a Dios y si le aprietan mucho, dudará quizá de si mismo y de sus métodos; pero nunca dudará de ellos. Y juega tan por lo alto, porque sabe lo que ellos no saben, y quiere como ellos no se pueden imaginar.

 

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