La conversión de la Rus’ (palabras de San Juan Pablo II con ocasión del Milenio del Bautismo de la Rus’ de Kiev)

Id por todo el mundo; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (cf. Mt 28, 19; Mc. 16, 15).

Desde la tumba de los santos apóstoles Pedro y Pablo en Roma, la Iglesia Católica desea expresar a Dios Uno y Trino su profunda gratitud, porque estas palabras del Salvador encontraron hace mil años su cumplimiento en las orillas del Dniéper, en Kiev, capital de la Rus’, cuyos habitantes —tras las huellas de la princesa Olga y del príncipe Vladimiro— fueron «injertados» en Cristo mediante el sacramento del bautismo.

Siguiendo a mi predecesor de venerada memoria Pío XII, que quiso celebrar solemnemente el 950 aniversario del bautismo de la Rus’ [1], con esta Carta deseo expresar alabanza y gratitud al inefable Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por haber llamado a la fe y a la gracia a los hijos y a las hijas de muchos pueblos y naciones, que han recibido la herencia cristiana del bautismo administrado en Kiev. Pertenecen ante todo a las naciones rusa, ucrania y bielorrusa en las regiones orientales del continente europeo. Mediante el servicio de la Iglesia que se inició con el bautismo en Kiev, esta herencia ha llegado, mas allá de los Urales, a muchos pueblos de Asia septentrional hasta las costas del Pacífico y aún más lejos. De veras, hasta los confines del orbe habitado se ha difundido su voz (cf. Sal 18, 5; Rom 10, 18).

Al dar gracias al Espíritu de Pentecostés por esta herencia cristiana, que se remonta al año del Señor 988, queremos ante todo concentrar nuestra atención en el misterio salvífico del mismo bautismo. Este es —como enseña Cristo Señor— el sacramento del volver a nacer «de agua y de Espíritu» Santo (Jn 3, 5), que introduce al hombre, hecho hijo adoptivo de Dios, en el reino eterno. Y san Pablo habla de la «inmersión en la muerte» del Redentor para «resucitar» junto con él a una vida nueva en Dios (cf. Rom 6, 4). Así pues los pueblos eslavos orientales que habitaban en el gran principado de la Rus’ de Kiev, entrando en el agua del santo bautismo se entregaron —cuando llegó para ellos «la plenitud de los tiempos» (Gál 4, 4)— al plan salvífico de Dios. Les llegó así la noticia de las «maravillas de Dios» y, como sucedió en Jerusalén, les llegó también Pentecostés (cf. Hech. 2, 37-39): sumergiéndose en el agua del bautismo experimentaron «el baño de regeneración» (cf. Tit 3, 5).
[…]
Los que estaban lejos se han encontrado inmersos, mediante el bautismo, en aquel ámbito de vida en el que la Santísima Trinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo— hace donación de sí al hombre y crea en él un corazón nuevo, liberado del pecado y capaz de una obediencia filial al designio eterno del amor. Al mismo tiempo aquellos pueblos y sus habitantes han entrado en el ámbito de la gran familia de la Iglesia, en la cual pueden participar de la sagrada eucaristía, escuchar la palabra de Dios y testimoniarla, vivir en el amor fraterno y compartir en recíproco intercambio los bienes espirituales. Esto estaba expresado de modo simbólico por el antiguo rito del santo bautismo cuando los neófitos, ceñidos con blancas vestiduras, se dirigían en procesión desde el baptisterio a la asamblea de los fieles reunidos en la catedral. Esta procesión era la entrada litúrgica y el símbolo de su ingreso en la comunidad eucarística de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo [3]”.
(San Juan Pablo II Magno, CARTA APOSTÓLICA EUNTES IN MUNDUM DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II CON OCASIÓN DEL MILENIO DEL BAUTISMO DE LA RUS’ DE KIEV, 1)

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