“¡Si se entendiera, si se supiera qué quiere decir misionero, todos querrían serlo!”. Citando esta idea del Beato Paolo Manna, alguien preguntó hace unos días si podría explicarla.
Voy a intentar dar una respuesta en esta nueva entrada al blog; tengan en cuenta que no soy un experto en la materia, ni un desgastado misionero en tierras de gentiles. Así y todo creo que algo podemos decir al respecto.
Disculpen que arranque bien de “atrás”, pero me parece que vale la pena: partamos por lo que es el Principio y Fundamento en los Ejercicios Espirituales y debe serlo en toda nuestra vida: el hombre es creado por Dios y para Dios; esto implica que debe honrarlo y servirlo, y en esto encontrará la felicidad en la tierra –hasta donde le sea posible– y la eterna beatitud en el cielo por medio de la salvación de su alma.
Si hablamos de “salvación del alma” en el cielo, damos por hecho la posibilidad de que el alma puede perderse en el infierno (cf. Mt 25,41)
Todo hombre, por tanto, que pisa esta tierra, debe tener como prioridad “no-negociable”, buscar la salvación de su alma (lo demás vendrá por añadidura, cfr. Mt 6,33). No buscar este fin es errar de cabo a rabo; lo decía, poetizando, Fray Luis de los Reyes:
Yo, ¿para qué nací? Para salvarme. Que tengo que morir, es infalible. Dejar de ver a Dios y condenarme, Triste cosa será pero posible. ¿Posible? ¿Y río, y duermo y quiero holgarme? ¿Posible? ¿Y tengo amor a lo visible? ¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto? Loco debo ser sino soy santo.Ese fin del hombre, la salvación, por supuesto que es querido por Dios (¡para eso nos creó!); lo afirma el apóstol al decir:Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. (1Tim 2,4). Para esto Dios eligió a Abraham, hizo de él un pueblo numeroso, envió a los profetas, consagró reyes, permitió el destierro del pueblo elegido, y en los últimos tiempos envió a su Hijo, quien se encarnó de María Virgen y también por nuestra salvación murió en la cruz. En orden a esto mismo, la salvación del hombre, el Señor instituyó su Iglesia, la cual es misionera por naturaleza[1]. Decía el Papa Benedicto XVI en Aparecida: “Ésta es la finalidad, y no otra, la finalidad de la Iglesia, la salvación de las almas, una a una”[2].
Dios podría haber dispuesto las cosas de tal modo que el “problema” de la salvación se resolviera directamente entre cada persona y Él. Y aunque hay mucho de eso, porque nadie puede salvarse si no quiere, y nada más personal y libre que el “querer” humano; sin embargo, Dios ha determinado en su infinita providencia, que los hombres colaboren en la salvación de sus prójimos. Y esto, como nota santo Tomás en algún lugar de la Suma Teológica, no es signo de menor poder sino de mayor, ya que tiene más poder quien puede hacer las cosas por intermedio de otros.
El Cardenal Roger Etchegaray, en una homilía el 25 de enero de 2000, predicó la siguiente leyenda que grafica de muy buena manera lo que venimos diciendo:
“Os voy a contar una leyenda que me contó un monje ortodoxo y que merecería ser una historia verdadera: cuando Cristo, después de Pascua, estaba subiendo al cielo, dirigió la mirada hacia la tierra, y la vio inmersa en la oscuridad, salvo algunas lucecitas que brillaban en la ciudad de Jerusalén. Durante la ascensión, se cruzó con el arcángel Gabriel, que solía realizar las misiones a la tierra, el cual preguntó al Señor: «¿Qué son esas lucecitas?». Cristo le respondió: «Son los Apóstoles reunidos en torno a mi Madre; y mi plan es, apenas haya llegado al cielo, enviarles el Espíritu Santo, para que esas llamitas se transformen en un gran fuego que encienda de amor la tierra entera». Gabriel se atrevió a replicar: «Y, ¿qué harás si el plan falla?». Después de unos instantes de silencio, el Señor respondió: «No tengo otros planes».
Y así es; como dice san Pablo quiso Dios salvar a los creyentes mediante la locura de la predicación (1Cor 1,21), y en otro lugar la fe –sin la cual no hay salvación– viene por el oído (Rom 10,17), y ¿Cómo oirán sin que se les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados? (Rom 10,15).
Por un lado entonces, y como una primera conclusión, dejamos en claro cuál es el fin del hombre en la tierra –llegar a Dios–, y que entra en los planes divinos que los hombres se ayuden entre sí a alcanzar ese fin.
Por otro lado, y muy unido a lo anterior, está el hecho de la caridad para con el prójimo. Si yo descubro que lo más importante en mi vida es alcanzar a Dios (la vida eterna) y tengo un mínimo grado de amor para con el que está a mi lado… entonces, naturalmente, evidentemente, lógicamente, haré lo que pueda para que ese “otro” –más allá de quien sea– conozca y ame a ese Dios, que lo amó primero (cf. 1Jn 4,19) y que lo espera en el cielo.
Permítanme un ejemplo demasiado sencillo: si descubro que tal o cual acción puede librarme de una enfermedad grave, además de hacerla, es evidente que también comunicaré lo que he descubierto a quienes padezcan la misma enfermedad, al menos a mi seres queridos, y si mi filantropía da para más, trataré de comunicarlo a la mayor cantidad de gente posible.
Podríamos decir entonces que el ser misionero es la cosa más grande que puede realizar una persona sobre la tierra porque, por una lado, por medio de la fe que obra por la caridad da la mayor gloria a Dios que aquí se le puede dar, uniéndose a su voluntad salvífica y haciendo fructificar la preciosísima Sangre que el Señor derramó por todos en la cruz; y por otro, por esa misma fe y esa misma caridad, busca obtener para su prójimo, aquello que es, por lejos –tan lejos como está lo finito de lo infinito– lo más grandioso e importante que debe alcanzar en su existencia: a Dios.
Lo referido a la gloria a Dios, digámoslo con San Maximiliano Kolbe:
“La gloria de Dios brilla sobre todo en la salvación de las almas que Cristo ha redimido con su sangre. De esto se sigue que el empeño primario de nuestra misión apostólica debe ser procurar la salvación y santificación del mayor número de almas”.
Y como dar gloria a Dios es alcanzar nuestro fin, quien busca la salvación de los demás, también se salva; lo decía de alguna manera San Juan Pablo II al afirmar que “la fe se robustece dándola” y claramente lo afirma la Sagrada Escritura:
Si alguno de vosotros, hermanos míos, se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que el que convierte a un pecador de su camino desviado, salvará su alma de la muerte y cubrirá multitud de pecados[3]. (Sgo 5, 19-20).
El amor, decía Juan Pablo II, “es y sigue siendo la fuerza de la misión”[4], y ese amor no puede separarse de la Cruz, porque, como dice el poema: “amar es sufrir”[5]. Hermosamente lo refiere, hablándole a los jóvenes futuros misioneros, el mismo Paolo Manna:
“¿Por qué amados jóvenes, queréis haceros misioneros? ¿Qué os mueve? ¿Qué os atrae? No os engañéis, si vuestro propósito no es resultado de un gran espíritu de fe y de un mayor amor a Dios, no os toméis la molestia de atravesar el mar. Es meditando sobre la inmensa grandeza de Dios, nuestro Padre y sus derechos que tiene a la adoración y al servicio de todos los hombres; es meditando sobre la inmensa caridad que por salvar al mundo no ha dudado en dar a su Unigénito; es llorando sobre las llagas del Señor crucificado, sobre la suerte reservada a los pobres infieles, por las cuales, tanta sangre también se derramó… es ensimismándose en estas verdades durante la oración, que brotan y se fortalecen los grandes propósitos, y entonces se comprenden las separaciones y los sacrificios que ahora y después impone la vocación misionera. Nadie se sacrifica voluntariamente, si no tiene en el corazón mucha fe y gran amor. Es por la fe, por las profundas convicciones, por grande y generoso amor que se han realizado los heroísmos de la Cruz”[6].
Y un poco más adelante afirmaba: “¿Qué es la vocación misionera de nuestra parte? Es nuestro amor a Dios, llevado hasta el más completo sacrificio de nosotros mismos. Si nuestra vocación no es esto, es nada”[7].
Como amar y entregarse a los demás (que son una misma cosa) es nuestra mayor realización porque nos asemeja más a Dios: el hombre “se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en alguien que ama” (Benedicto XVI) y dado que “Dios es alegría infinita” (Santa Teresa de los Andes), éste asemejarnos a Él por el amor, nos hace también felices a nosotros; y de ahí que el misionero, que vive a pleno su vocación, es una persona entregada por amor hasta las últimas consecuencias, o sea un héroe, pero un héroe muy feliz.
40 años en el polo norte le dan mucha autoridad a estas palabras del P. Segundo Llorente:
“Yo siempre concebí al misionero como un héroe cristiano. Viene a las misiones a dar su vida por Cristo jirón a jirón, pellizco a pellizco, sufriendo, aguantando, devorando las diez plagas de Egipto, envejeciendo y muriendo plácidamente in terra aliena. Pero siempre le imagine contento de poder gastar así su vida. Por tanto debe dar gracias a Dios por esos jirones que le arrancan del alma y del cuerpo, por los pellizcos, por las heces apuradas. Debe dar gracias a Dios, como San Andrés se las dio al contemplar la Cruz”[8].
De más está decir que esto le da el mayor de los sentidos a la vida:
“¡Qué grande es mi vida! Qué plena de sentido. Con muchos rumbos al cielo. Darles a los hombres lo más precioso que hay: Dios; y dar a Dios lo que más ama, aquello por lo cual dio su Hijo: los hombres”[9] (P. Hurtado).
Lamentablemente hoy en día la misión en cuanto tal, y más todavía la misión ad gentes (a los no cristianos) ha perdido mucha fuerza. Pueblos que antiguamente daban misioneros al mundo, ahora no tienen vocaciones ni para pastorear sus propias ovejas. Hablando de ésta, en definitiva “crisis de la fe”, decía Juan Pablo II:
“La misión específica ad gentes parece que se va parando, no ciertamente en sintonía con las indicaciones del Concilio y del Magisterio posterior. Dificultades internas y externas han debilitado el impulso misionero de la Iglesia hacia los no cristianos, lo cual es un hecho que debe preocupar a todos los creyentes en Cristo. En efecto, en la historia de la Iglesia, este impulso misionero ha sido siempre signo de vitalidad, así como su disminución es signo de una crisis de fe”[10].
Por su parte, Benedicto XI predicándonos a nosotros, sacerdotes, nos hablaba del ahora, lastimosamente, anticuado término “celo por las almas”:
“La última palabra clave a la que quisiera aludir todavía, se llama celo por las almas (animarum zelus). Es una expresión fuera de moda que ya casi no se usa hoy. En algunos ambientes, la palabra alma es considerada incluso un término prohibido, porque – se dice – expresaría un dualismo entre el cuerpo y el alma, dividiendo falsamente al hombre. Evidentemente, el hombre es una unidad, destinada a la eternidad en cuerpo y alma”[11].
Pero en absoluto hay que perder las esperanzas ni tampoco dejar de ver que el Espíritu Santo sigue soplando y siguen habiendo misiones y misioneros –mártires en no pocos casos–. El Papa Francisco, una y otra vez, nos insiste en la importancia de la misión, lo cual no dejará de dar sus buenos frutos.
Esa esperanza, debe estar llena de compromiso. Juan Pablo II, hablando a las familias y a los jóvenes, en la ya citadaRedemtoris Missio (que podría ser llamada “Carta Magna de la misión”) decía:
“Pensando en este grave problema, dirijo mi llamada, con particular confianza y afecto, a las familias y a los jóvenes. Las familias y, sobre todo, los padres han de ser conscientes de que deben dar «una contribución particular a la causa misionera de la Iglesia, cultivando las vocaciones misioneras entre sus hijos e hijas»”[12].
No puedo terminar este post sin citar al Patrono de las Misiones, quien desde tierra de misión, en una carta a San Ignacio, le refería:
“Muchos cristianos se dejan de hacer, en estas partes, por no haber personas que