MISIÓN AD GENTES EN HONG KONG: “¡En Espíritu Santo y fuego, con la sangre y el agua!”

Hong Kong, 20 de mayo de 2015

¡En Espíritu Santo y fuego, con la sangre y el agua!

¡Bendito sea Dios! ¡Vaya manera de empezar la Pascueta!

Repetidas veces me vino este pensamiento a la cabeza.

Muchos otros lo acompañaron.

Así volvía yo del hospital, al volante de nuestro automóvil, absorto en toda clase de pensamientos, cantando y meditando, ora alegre, ora taciturno, entretejiéndolos con oraciones y emociones, entre Alleluias y Misereres, Regina Coelis y Kyrie Eleisons.

Alguna lágrima.

Muchas sonrisas.

Eran algo más de las seis de la tarde del Lunes de Pascueta, 6 de abril, y, muriendo prematuramente en el anticipado y artificial horizonte de edificios, un sol languideciente se derramaba en tenue y sereno brillo, dejando tras de sí un abanico de sombras que batallaban por subsistir entre los destellos de neón naciente. Acababa el día y las calles y veredas de esta poblada ciudad se abarrotaban de autos y empleados, que al toque del fin de la jornada, brotan por doquier cual hormigas al pisarles el hormiguero. Todo este efervescente y frenético espectáculo humano, sombras y luces, contrastaban alevosamente con mi interior. Yo regresaba a la parroquia colmado de serena y profunda calma, indescriptible alegría espiritual y muchas emociones. ¿Por qué? Acaba de estar cuatro horas en la cabecera de una moribunda que entregaba su alma a Dios entre los atroces dolores del cáncer. Toda la fuerza de la vida abandonó en cinco meses ese cuerpo joven, de tan sólo 44 años, dejando en este valle de lágrimas un amante y devoto esposo de 50 y dos hijos adolescentes de 11 y 14. Tuve la gracia de acompañar a esta valiente mujer en las últimas horas de esta terrible batalla. Anna, ese es su nombre. Y su historia es hermosa, por eso quiero compartirla con Uds. en esta crónica.

Anna es la hermana mayor de una de nuestras parroquianas, Anita. El Domingo de Ramos, Jackie, el esposo de Anita, se me acercó luego de la Misa y me dijo que su cuñada estaba internada en el hospital, en estado delicado, padeciendo de un cáncer que inicialmente fue de estómago y luego hizo metástasis masiva. Según los médicos, sólo le quedaban tres semanas de vida. Anna se estaba muriendo y deseaba que un sacerdote la visite: quería bautizarse.

 

El Miércoles Santo pude ir a visitarla al hospital con su cuñado. A la puerta de la habitación me esperaba Clarence, su marido, fervoroso presbiteriano, quien, como buen ingeniero, en minutos me puso en autos de la situación de su esposa y su familia. Ex alumna de un Colegio secundario católico, y de padre católico, en alguna lejana oportunidad le había contado a su hermana, Anita, que cuando tuviera tiempo iba a realizar el catecumenado y bautizarse, pero nunca lo había puesto en práctica. A su marido, nunca le había manifestado nada acerca este deseo, y aunque siempre lo apoyó en sus prácticas religiosas en casa, se había negado a acompañarlo a la iglesia presbiteriana a la cual él acude cada domingo con sus dos hijos. Hace unos meses, luego de saberse gravemente enferma, Anna comenzó a pedirle que le lea la Biblia y que le hiciera escuchar canciones religiosas. Su marido le insistía sobre la importancia del Bautismo, pero ella no decía nada. La semana anterior al momento en que estábamos hablando, Anna finalmente le había confesado a Clarence que quería bautizarse en la Fe Católica, porque es la Fe de su padre y la que había recibido sobre todo en su tiempo de alumna secundaria. Preocupada por la posible negación de su marido, se alegró mucho al ver que Clarence recibía con entusiasmo su deseo. Y así llegaron a mí ese Domingo de Ramos después de la Misa.

Clarence, con ojos llenos de lágrimas y voz temblorosa por la emoción, me dijo: “Padre, yo deseo que mi mujer se bautice. Ustedes y nosotros creemos en lo mismo: en Dios, Uno y Trino, y en su Hijo Jesucristo. Si creemos en Él y nos bautizamos, tendremos Vida Eterna. Yo deseo ardientemente que mi mujer se bautice.” “Yo también” – le respondí – “Pero déjeme hablar con ella primero, por favor.”

Entré a la habitación y la encontré rodeada de sus hermanas y su hijo menor, Mark, de 11 años. Visiblemente dolorida, pálida y consumida por la enfermedad (literalmente, piel y huesos), respiraba con notable dificultad. Sin embargo, me escuchó con mucha atención. De hecho, a mí me dejó una gran impresión su mirada: sus grandes ojos me miraban expectantes, con profundo deseo, como quien está esperando una buena noticia. Me escuchó atentamente todo el tiempo que me llevó hablarle de Dios y de su amor, de la Creación, del alma y del pecado del hombre, del envío de Jesucristo, su enseñanza y su sacrificio, su resurrección, del perdón de los pecados cuando nos arrepentimos de ellos, de las postrimerías. Me detuve particularmente en el misterio del dolor, de la Cruz de Cristo, del Amor de Dios – especialmente manifestado en el Sacrificio de Nuestro Señor – y del Cielo. Sólo Dios sabe lo que pasa en el alma de un moribundo al escuchar estas Verdades, pero Anna derramó algunas lágrimas serenas.

Luego de introducirla en el misterio de la Trinidad, de la gracia y de los sacramentos, y de despejarle alguna duda, finalmente, llegó la pregunta decisiva, de consecuencias eternas: ¿Anna, crees en esto? Sí, padre, creo. ¿Te arrepientes de tus pecados y te quieres bautizar? Sí, padre, deseo mucho ser bautizada. Éstas fueron literalmente sus palabras (我好想領洗). Allí mismo, ayudado por una religiosa del Hospital y una laica del Centro Pastoral, preparé todo lo necesario, y le administré los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Unción de los enfermos. Le dije que la religiosa la iba a seguir preparando en los días posteriores para darle la Eucaristía. Luego de la ceremonia, todo fue alegría y gozo. Sólo lo puedo resumir en “Hay más alegría por un pecador que se arrepiente…” Todos estábamos exultantes. Anna no me soltaba la mano ni dejaba de sonreír y agradecerme. Su marido lloraba de alegría y emoción, y luego, reía como un niño. Así estábamos todos. La seguí alentando a que rece, que ofrezca sus dolores y tenga mucha Fe en Jesucristo. Me despedí de ella diciéndole que iba a visitarla apenas pasaran las Fiestas de Pascua.

Y así lo hice, pero en circunstancias que yo no esperaba.

El Lunes de Pascueta, día feriado en Hong Kong, tuvimos la Admisión oficial a la Tercera Orden de nuestra Familia Religiosa (este año ingresaron 24 nuevos miembros). Al finalizar la santa Misa, me percaté que tenía muchas llamadas perdidas de Jackie. Lo llamé y me dijo que Anna se estaba muriendo y no paraba de preguntar por el P. Wong (mi nombre en chino), y quería verme. Estuve un rato en el almuerzo y los festejos de la Tercera Orden y luego salí hacia el hospital. Recorrí esos cuarenta minutos entre Rosario y jaculatorias, encomendando el alma de Anna a la Divina Misericordia y a la Virgen.

Cuando entré a su habitación, me llegué presuroso a su cabecera, y la encontré tremendamente asustada y, obviamente, con mucho dolor; dolor que se reflejaba en cada movimiento de su rostro, en su respiración extenuada, en las continuas contorsiones y retorcijones de sus pies. Me miraba muy angustiada y no paraba de agradecerme con voz apenas audible. La tomé de la mano y ella me la apretó con firmeza y no me la soltó por lo menos por una hora. Yo agradezco a Dios que me haya dado la gracia de poder estar a su lado las últimas horas de su agonía. Apenas llegué, intenté calmarla, y comencé a animarla a ofrecer sus dolores a Cristo en la Cruz, la invité a arrepentirse de sus pecados, a hacer jaculatorias y actos de amor y confianza en Dios. La confesé y le di la bendición papal in articulo mortis, por la cual recibe una indulgencia plenaria en el instante de la muerte. Luego comencé a decirle que se iba al Cielo, que tuviera confianza en Dios; que ahora estaba en la cruz, pero que pronto resucitaría, como Cristo. Luego rezamos las recomendaciones del alma.

Me dijo que tenía mucho miedo. ¿Miedo a qué? – le pregunté. “A que Dios no me reciba en el Cielo” Le volví a hablar del perdón y la misericordia infinita de Dios cuando nos arrepentimos y le pedimos perdón, de cómo Dios era su Padre y la había perdonado de todos sus pecados en el Bautismo, del valor de sus sufrimientos para reparar por sus pecados… También le volví a preguntar si tenía algo más de que pedir perdón a Dios o alguien con quien reconciliarse. Me dijo que no. ¿Cómo va a ser? – me preguntó. ¿Qué cosa? – le respondí, no entendiendo bien a qué se refería. ¿Cómo me va a encontrar Dios una vez que me muera? ¿Cómo me va a llevar al Cielo? Yo me sonreí y le dije que no se preocupara por eso, que Jesús, la Virgen y su ángel  tenían todo arreglado; que ella se pusiera en sus manos. No quiero exagerar, pero les aseguro que luego de nuestra conversación su rostro se transformó notablemente, se calmó y se llenó de paz.

Como vimos que se reponía bastante, rezamos el Rosario con ella y nosotros cantamos algunas canciones. Luego le dije que le mandara muchos saludos a Dios, a Jesús, a la Virgen y a una larga lista de amigos. Ella se sonreía con paz. Rezamos las letanías de la Virgen, de los santos y de San José. Hubo momentos de mucha emoción, especialmente cuando se despidió de su hijo mayor y de su marido. Yo estaba molido de sueño, porque el fin de semana pasado había tenido la Vigilia Pascual en chino, donde por primera vez me tocó hacer los bautismo (este año fueron 50 adultos), que terminó a las once y media de la noche, seguido de los festejos, y el domingo todas las actividades del Domingo de Pascua, donde también hice los bautismos de niños (25 bebés), pero casi no me despegué de su lado, porque cuando luego de una hora de estar con ella bajé a la cafetería a tomarme un café, al regresar me dijeron que no había parado de preguntar por el padre.

Fueron cuatro largas horas, donde Anna sufrió mucho, pero fue muy edificante el modo en que murió. Yo recé varios rosarios a su lado solo y con sus familiares, y cuando ella ya no tuvo más fuerzas para hablar, nosotros rezábamos en vos alta y ella nos seguía con la mirada, apretando el santo Rosario entre sus manos.

Es la primera vez que acompaño a una persona en agonía. Por momentos, me ganó la emoción y no pude contener las lágrimas. No es la primera vez que lloro por alguien casi desconocido. En la próxima crónica les contaré otra historia similar. Doy gracias a Dios y a la Virgen que permitieron que ella muriera de esta forma, llena de paz, bautizada sólo seis días atrás, recibiendo todos los sacramentos (el sábado de Gloria había recibido la primera Comunión), rodeada de su marido, sus hijos, y sus hermanas, y con un sacerdote a su lado. ¡Dios ha tenido gran misericordia de su alma! En un momento, las enfermeras entraron y le dieron una inyección para calmarle los dolores, y al rato se durmió. Pero antes de que perdiera la conciencia, la volví a animar a actos de arrepentimiento y amor y recé a su oído. Me volvió a agradecer. Esto fue una constante: su agradecimiento. A las seis de la tarde, viendo que ella ya estaba inconsciente, me despedí de sus familiares y me preparé para regresar a la parroquia. Les pedí que siguieran rezando a su lado. Su marido estuvo hasta el final con ella. Anna murió a la una de la mañana.

Anita, nuestra parroquiana, y otra de sus hermanas me acompañaron hasta el auto. En el camino, le pregunté a esta última, con quien durante las horas de agonía de Anna había conversado y me había enterado que no era bautizada, pero a quien vi rezar con mucho fervor, qué esperaba para empezar el catecumenado y bautizarse. Me respondió: “Sí, tengo ganas… pero es que estoy muy ocupada.” No me salió otra respuesta que retrucarle: “Tu hermana Anna dijo lo mismo durante años… Debemos darle gracias a Dios que le hizo este inmenso regalo en la hora de su muerte, pero esto no es lo común. ¡Dale, hacete un tiempo…! ¡Dios es lo más importante!” Se sonrió avergonzada y me dijo: “¡Tenés razón!” Esperemos que se decida pronto.

Así me fui, desandando las calles de esta muy ocupada ciudad, con el corazón y la mente absorto en oraciones, pensamientos y emociones. Con profunda alegría espiritual y sacerdotal. Alguna lágrima, muchas sonrisas.

Queridos todos, recemos, ofrezcamos y trabajemos mucho por la conversión de los pecadores y de los que no creen en Dios, por los que “no tienen tiempo” para pensar en Él. Recemos también para que Nuestro Señor nos conceda a todos una santa muerte. Que la Virgen Santísima interceda por todos nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte. Amen.”

Padre Juan Francisco, IVE

Misionero en Extremo Oriente

www.sspeterandpaul.org.hk

Marcar como favorito enlace permanente.

Comentarios cerrados.