¡A China! (Jesuitas en el mar)

¡A China!

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Cuesta creer que en 128 años los jesuitas hayan enviado a China 600 misioneros. Pero cuesta creer aún más que tan solo hayan llegado 100.
Así de claro se lo dijo el Procurador de la misión de China al p. Philipp Avril quien, con celo propio de joven sacerdote, se ofrecía a la misión del Gran Imperio Central.
“En esta ocasión, el Procurador de la misión en China le dijo (al p. Avril) que de seiscientos jesuitas enviados hasta aquel entonces (1680) al Imperio Central, habían llegado tan solo unos cien, mientras que los demás habían perdido la vida por naufragios, enfermedades o asesinatos, o habían caído prisioneros de piratas y otros asaltantes”. (pág. 211)
Pero el p. Avril no se amedrentó y dedicó toda su vida, aunque sin alcanzarlo, a hallar una ruta terrestre para evitar los lúgubres mares. De todos modos allí él también acabo su vida, pues no habiendo conseguido su propósito partió en barco a la China sin jamás pisar su suelo.
El p. Avril es tan solo un caso de los centenares jesuitas que dejándolo todo por su misión jamás lograron alcanzarla. Es en honor a ellos que se levanta un monumental libro, no por su estilo, sino por la heroicidad de lo narrado, escrito por el p. Félix Alfredo Plattner SJ. Se titula “Jesuitas en el mar. El Camino al Asia”(Bs. As., Poblet, 1952). Y esta crónica quiere, de algún modo, hacer revivir lo que allí se cuenta, para que todos podamos seguir el ejemplo de estos titanes del espíritu.
Lo primero que este libro narra son todas las peripecias que se debían enfrentar en el peligrosísimo viaje por mar. Lo misioneros partían al este desde la misma Lisboa por mandato pontificio, y los barcos de aquel entonces eran tripulados por toda clase de gente. El misionero debía codearse por muy largo tiempo con codicioso comerciantes y con prisioneros llevados a la fuerza… no era, ni se asemejaba en lo más mínimo, a una comunidad religiosa. Tanta era la mezcla de intereses y estilos de vida que el autor llama a aquellos barcos arcas de Noé.
Muchos murieron en estos viajes, ora ahogados, ora a causa de las más variadas enfermedades, de entre las cuales la más peligrosa era el escorbuto. Era tan mortífera esta enfermedad que, por ejemplo, el p. Bakowsky SJ en 1706 escribe a sus familiares antes de partir, que ya está preparado para morir por ella (pág. 48), sin siquiera haber pisado la tierra de misión. Una mejor descripción la trae un lego francés:
“Reinaba en el barco un desorden inimaginable. La gente que vivía apiñada entre las mercaderías, vomitaba por acá y por allá, ensuciándose mutuamente con su escorbuto. Ya no se oía otra cosa que los gritos y gemidos de los que estaban agonizando por la sed y el hambre, maldecían la hora en que se habían subido a bordo y blasfemaban contra su padre y su madre, de tal manera que todos parecían estar fuera de sí y desesperados por efecto del indescriptible calor […] En esa emergencia la gente robaba, uno a otro, el último trago de agua potable; así que los débiles perecían porque no había quien los ayudara, ni el padre al hijo, ni el hermano al hermano: tan grande era el ansia de cada uno por conservar su vida con un poco de agua” (pág. 47).
De aquí también que los misioneros se transformaban en enfermeros, farmacéuticos, despenseros, etc… ellos eran los que principalmente conservaban la moral. Tanto era lo soportado en eso viajes que el mismo San Francisco Javier, tan amante del sufrimiento, escribe en su parada en Mozambique: “Lo que sufrimos hasta este instante fue tanto, que yo voluntariamente no volvería a exponerme a ello, ni por un solo día, ni por nada del mundo” (pág. 47). Y agrega nuestro autor que “tales sufrimientos pueden sobrellevarse tan sólo por amor de Dios” (pág. 47).
¿Cuánto tiempo duraban estos viajes? Hasta Goa, alrededor de un año, en la mejor de las condiciones (pág. 59-60). Pero los que querían seguir a China debían esperar más tiempo. Tiempo para recuperarse y tiempo para hallar las condiciones necesarias para seguir rumbo al extremo Oriente. Podemos decir que, según nuestro autor, desde Lisboa hasta Cantón o Macao, se tardaba alrededor de tres años. ¡Tres años para tan solo llegar a la tierra de misión!
No hay ciertamente, desde Goa al mar de China, tal distancia como para recorrerla en más de un año. Pero los temporales, los tifones y la falta de vientos favorables hacían que los viajes fueran muy esporádicos, los cuales tenía muchas posibilidades de naufragar. De aquí que el p. Antonio Marta SJ, misionero de las Islas Molucas, escribe en 1587: “Desde que existe esta misión (de las Islas Molucas) nunca la ha visitado ni un Provincial de Goa ni un Visitador […] Comprendo que el Provincial puede ser disculpado. Ninguno de los superiores residentes en Goa pudo trasladarse aquí, es verdad, pues nuestras islas quedan tan lejos que su visita requeriría tres años” (pág. 86), esto es, el tiempo que duraba el cargo.
Continúa el libro con los relatos de los misioneros que, huyendo de los mortíferos mares, pusieron todos sus esfuerzos en la búsqueda de una ruta terrestre para llegar a Pekín; como fue el caso del ya mencionado p. Avril.
Muchos fueron los magnánimos en esta empresa. Uno de los más notables fue el Hermano lego jesuita Bento de Goes. Desde India se trasladó a Persia. Allí aprendió el idioma y se sumó de incognito a las caravanas de comerciantes armenios rumbo al este. Murió finalmente en la frontera de China después de haber sobrellevado sufrimientos sin iguales. Atravesó grandes desiertos, altas y frías montañas, ríos, bosques y toda otra clase de topografía. En el lecho de muerte hizo decir a los otros jesuitas que “su viaje había sido muy largo, muy difícil y lleno de peligros, de modo que nadie en la Compañía debería tratar de repetirlo” (pág. 168). Pero no fue así, muchos otros jesuitas continuaron la huella del Hermano Bento.
La etapa más difícil era, sin duda alguna, el cruce del Himalaya. Por ejemplo, del p. Antonio Andrade SJ, que fue el primer europeo en cruzar el Himalaya y llegar al país del Tíbet (pág. 170), se relata:
“El padre, […] se estremece ante los salvaje de aquella cordillera ‘donde no encuentra ni vivienda, ni árbol, ni planta alguna, sino solo rocas y nieve…’ Temblando, pero nunca desesperando, cruza uno tras otro, puentes de nieve bajos los cuales ‘el torrente se precipita al abismo con horripilante estruendo’. El único alimento es la harina de cebada tostada y disuelta en agua. El miedo a los perseguidores allí abajo en el valle los acosa incesantemente…” (pág. 172).
Muchas otras cosas más se cuentan en el libro. Muchos hechos heroicos y mucha virtud. Durante estos tres siglos, XVI, XVII y XVIII, hubo grandes jesuitas que yacen olvidados. Murieron en los mares o en las inmensidades del Asia central. Vidas enteras ofrecidas por la misión de la gran China. Así es el caso del p. Antonio de Beauvollier, gran explorador de Asia central, quien por once años buscó la ruta terrestre a Pekín. Nunca la encontró. Finalmente desde la India se embarcó para Cantón. Llegó allí a la edad de 42 años y a pesar del gran desgaste de energías se puso a estudiar el chino sin titubear. De él se decía: “tienen un afán heroico de arriesgarse a todo para la gloria de Dios, con desprecio por los peligros y los obstáculos. Cuanto mayores las dificultades, tanto mayor paciencia. Es como un león que no se deja asustar ante resistencia alguna.” (pág. 234). Lamentablemente también sucumbió a los terribles mares cuando volvía a Roma en calidad de Embajador Imperial.
Y ya para terminar nos parece digno de mencionar los enormes esfuerzos de los científicos del Emperador. El p. Mateo Ricci logró ingresar a Pekín, en el 1600, gracias a las ciencias matemáticas, astronómicas y geográficas, entre otras. En este trabajo tuvo muchos heroicos sucesores que fueron hombres que se dedicaron de lleno al mundo de las ciencias para mayor gloria de Dios y para salvaguardar el Cristianismo en China. Tal es el caso del p. Miguel Benoist SJ.
“En él se personifica el destino de los últimos jesuitas en Pekín (del siglo XVIII). Toda su vida de misionero durante treinta años se le fue en satisfacer los deseos de un emperador que podría destruir de un día a otro la misión cristiana… El p. Benoist inventó artificiosos juegos acuáticos, porque así se lo pedía el emperador; dibujó los planos, fundió los cañones de plomo, construyó los conductos, forjó figuras de hombres y animales que se movían artificiosamente con el cambio de presión de agua. Trabajó día y noche, con lluvia y con sol, con una alimentación a la que no estaba acostumbrado… Pero esa renuncia heroica, a lo que le era caro como sacerdote, conservó la gracia del Emperador para él, para los demás, para toda la misión”. (pág. 259-260).

En todo esto parece cumplirse las palabras del p. Mateo Ricci en su lecho de muerte. Él dijo así: “Os dejo una puerta abierta a China, pero cuando esta puerta está abierta no esperen sino molestias, muchos arduos problemas y una multitud de dificultades…”

Rogamos pues a Dios que esta pequeña crónica sea edificante y sirva de modelo para todos los miembros de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado. Que se incremente en nosotros el espíritu misionero y que el ejemplo de estos santos jesuitas sirva de aliento y denuedo. Así lo deseaba el p. Schuch SJ cuando escribía: “Lo que sufrimos no quiero describirlo con pormenores para no hacer desistir a otros a las misiones, aunque en verdad todos, al oírlo, deberían entusiasmarse más a sobrellevar las fatigas” (pág. 229).

Sem. Bernardo María del Corazón de Jesús Ibarra
19 de Agosto del 2015

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