De la Misericordia Infinita y la Confianza Radical

Hace medio milenio en el norte de Europa un hombre cometió un asesinato.

Para escapar de la justicia, se refugió en un convento, se hizo religioso e incluso fue ordenado sacerdote. Evidentemente no tenía vocación, pero esa fue la vía que ese miserable homicida encontró para huir de la justicia.

Desde su noviciado, ese hombre estaba atormentado y nunca pudo superar sus horribles inquietudes interiores que carcomían su alma, generándole sentimientos de angustia y temor desmedido, estando siempre triste y melancólico sin poder librarse de aquella tristeza, como se escribió.

Como dice un autor, “lo que le atormentaba era el pensamiento de que Dios no le fuese propicio, porque le parecía imposible cumplir su voluntad con la debida perfección. Su idea de un Dios más juez y verdugo que padre misericordioso y la imposibilidad de poder cumplir perfectamente la ley divina estaban en el origen de sus temores, escrúpulos y dudas. Su más profundo tormento le venía de la incertidumbre de su salvación. (…) Su desesperación frisaba en la blasfemia (…). Las angustias de conciencia se le hacían todavía más agudas y penetrantes cuando sentía en su corazón y en su carne el acicate de las malas inclinaciones que todos experimentamos, por ejemplo, movimientos de ira, de odio o de impureza. Entonces pensaba: Has cometido tal y tal pecado (…) Accediste al sacerdocio con el deseo de hallar la paz de la conciencia (…), mas no consigues tu propósito. Su alma agonizaba camino a la desesperación (…) ¿Estaría o no en gracia? Esta duda lo atenazaba continuamente (…) La tristeza lo sumergía siempre de nuevo. Consultaba con su superior, se confesaba, pero todo era inútil”.

Él quería sentir la seguridad de que se iba a salvar, esto es, de que Dios lo había perdonado ya que desconfiaba de la divina misericordia del Buen Jesús. Hacía penitencia y se la pasaba leyendo la Biblia llegando a doctorarse en exégesis, pero no consiguió vencer sus tentaciones de desesperación.

Finalmente, dejó la vida religiosa, abandonó el ejercicio del ministerio sacerdotal e inventó una espantosa herejía con el propósito de sentirse salvado, la herejía de la “sola fides”, esto es, una disparatada doctrina según la cual no hace falta hacer buenas obras, negando la Carta de Santiago que enseña que “la fe, si no tuviera obras, muerta está por sí misma” (II 17).

Como la Iglesia condena la herejía inventada por ese homicida, ese miserable desesperado dejó la Iglesia Católica y así nacieron decenas de miles de sectas malditas que infestaron el mundo entero con la herejía solafidista y otras herejías más, unas más siniestras que otras, aunque llenándose la boca hablando de “la Biblia, la Biblia y la Biblia”, citando la Biblia hasta en la sopa, repitiendo sus versículos como loros barranqueros.

Como ya se habrá dado cuenta, ese homicida de cuerpo y de almas, se llamaba Martín Lutero, el padre de las sectas protestantes, o de las sectas “mangélicas” como le decía una señora al padre Jorge: “no soy católica, soy mangélica”.

A pesar de todo lo que hizo, a pesar de haberse inventado su propia doctrina, Lutero no alcanzó lo que buscaba, no alcanzó la seguridad de su salvación, no consiguió la esperanza. De hecho, una vez estaba con su concubina sacrílega, la desdichada Catalina De Bora, y Lutero puso sus dedos en el fuego para prepararse para el infierno, a donde decía que iría. Finalmente, según testimonia su paje, luego de una borrachera, se suicidó colgándose, lo cual es un pecado esperable de parte de un desesperado.

Sus secuaces hicieron la guerra y dividieron la Cristiandad en dos causando un daño incalculable a miles de millones de almas…

Todo esto se originó en la desconfianza de un alma. Todo esto se debió a que un alma no confió en el generoso perdón que el buen Jesús nos ofrece en el sacramento de la confesión.

Dios, lleno de Misericordia, entonces suscitó una enorme Santo, San Ignacio de Loyola, que fundó la Compañía de Jesús, de donde salieron muchísimos Santos, uno de los cuales fue San Claudio de la Colombiere que fue el padre espiritual de una santaza, Santa Margarita María Alacoque, a quien se le apareció el Sagrado Corazón de Jesús para que la humanidad entera aumente su confianza en Dios, su esperanza teologal, bendiciendo el mundo entero con el recuerdo de la más extrema misericordia de Dios, que Jesús nos mostró al morir por nosotros en la Cruz, todo lo cual llevó al padre de aquella mística, esto es, a San Claudio, ese insigne hijo de San Ignacio, a escribir una de las más consoladoras enseñanzas jamás hechas: su emblemática conclusión del Discurso 682, que recomendamos leer despacio, meditar y repetir ante el Sagrario al menos una vez antes de morir. Si Lutero hubiera conocido este texto de San Claudio, creemos que no se habría desesperado, no habría caído en la herejía, y el protestantismo no existiría. Leamos la oración del Santo.

Dios mío, estoy tan persuadido de que veláis sobre todos los que en Vos esperan y de que nada puede faltar a quien de Vos aguarda toda las cosas, que he resuelto vivir en adelante sin cuidado alguno, descargando sobre Vos todas mis inquietudes. Mas yo dormiré en paz y descansaré; porque Tú ¡Oh Señor! Y sólo Tú, has asegurado mi esperanza.

Los hombres pueden despojarme de los bienes y de la reputación; las enfermedades pueden quitarme las fuerzas y los medios de serviros; yo mismo puedo perder vuestra gracia por el pecado; pero no perderé mi esperanza; la conservaré hasta el último instante de mi vida y serán inútiles todos los esfuerzos de los demonios del infierno para arrancármela. Dormiré y descansaré en paz.

Que otros esperen su felicidad de su riqueza o de sus talentos; que se apoyen sobre la inocencia de su vida, o sobre el rigor de su penitencia, o sobre el número de sus buenas obras, o sobre el fervor de sus oraciones. En cuanto a mí, Señor, toda mi confianza es mi confianza misma. Porque Tú, Señor, solo Tú, has asegurado mi esperanza.

A nadie engañó esta confianza. Ninguno de los que han esperado en el Señor ha quedado frustrado en su confianza.

Por tanto, estoy seguro de que seré eternamente feliz, porque firmemente espero serlo y porque de Vos ¡oh Dios mío! Es de Quien lo espero. En Ti esperé , Señor, y jamás seré confundido.

Bien conozco ¡ah! Demasiado lo conozco, que soy frágil e inconstante; sé cuánto pueden las tentaciones contra la virtud más firme; he visto caer los astros del cielo y las columnas del firmamento; pero nada de esto puede aterrarme. Mientras mantenga firme mi esperanza, me conservaré a cubierto de todas las calamidades; y estoy seguro de esperar siempre, porque espero igualmente esta invariable esperanza.

En fin, estoy seguro de que no puedo esperar con exceso de Vos y de que conseguiré todo lo que hubiere esperado de Vos. Así, espero que me sostendréis en las más rápidas y resbaladizas pendientes, que me fortaleceréis contra los más violentos asaltos y que haréis triunfar mi flaqueza sobre mis más formidables enemigos. Espero que me amaréis siempre y que yo os amaré sin interrupción ; y para llevar de una vez toda mi esperanza tan lejos como puedo llevarla, os espero a Vos mismo de Vos mismo ¡oh Creador mío! Para el tiempo y para la eternidad. Así sea.

 

A pesar de todo, a pesar de que el Buen Jesús derramó toda Su Sangre por nosotros, a pesar de la Revelación del Sagrado Corazón y de las enseñanzas de San Claudio, muchos hombres movidos por el diablo volvieron a caer en la desesperación, mas esta vez más que por el jansenismo, por la falta de fe (que causó las guerras mundiales, que fueron fruto de la apostasía), por lo cual el Buen Jesús, desbordante de la misericordia más infinita (valga la redundancia) volvió a revelarse extraordinariamente por medio de una enorme mística polaca, Santa Faustina Kowalska, quien fue llamada por Dios “la Secretaria de la Divina Misericordia”. De hecho, esta Revelación se llama así: la Divina Misericordia.

El Jesús de la Divina Misericordia (pintura restaurada de la original de Kazimirowski).

Es una Revelación tan importante, útil y sublime que la Santa Madre Iglesia, después de un largo proceso de discernimiento, no sólo la aprobó, sino que instituyó una nueva fiesta litúrgica para recordar esta Revelación ubicándola no en un día cualquiera sino en una fecha magníficamente importante, esto es, el Domingo In Albis, es decir, el Domingo posterior al Domingo de Pascua. Así entonces celebramos la Divina Misericordia, aunque hay sectas formalistas innombrables que, movidas por una soberbia adolescente y la heterodoxia si bien se la pasan autoproclamándose los campeones de la ortodoxia, se oponen a esta gloriosa festividad.

Esta revelación del Señor es enormemente útil cuando el alma atraviesa por tentaciones de escrúpulos, que en casos extremos  llevaron a algunas almas al suicidio o cuando el alma atraviesa por ciertas purificaciones pasivas que se dan cuando, como dice Garrigou-Lagrange, Dios le da a comprender al alma “la infinita grandeza de Dios, por una parte; y, por otra, la propia miseria e indigencia” (Tres edades…, 961), a lo cual hace referencia San Juan de la Cruz diciendo que entonces “siéntese el alma tan impura y miserable que le parece estar Dios contra ella, y que ella está hecha contraria a Dios” (cit. en id., 964). En efecto, como dice Garrigou, durante la purificación pasiva de la esperanza, el alma “se pregunta a veces si, en medio de las grandes dificultades en que se encuentra, perseverará hasta el fin” (id. 988), llegando, como dice Santa Teresa, a veces Dios a “dar licencia al demonio para que la pruebe (al alma) y aun para que la haga entender que está reprobada de Dios” (id., 997).

En efecto, la consideración de la misericordia divina es muy útil para el alma ya que el pensamiento de la posibilidad de haber ofendido a Dios puede ser un tormento terrible. De hecho, Santa Teresa escribió que “no puede haber muerte más recia para mí que pensar si tenía ofendido a Dios”. Royo Marín cuenta que, de San Luis Beltrán, que llegó a resucitar uno o más muertos en misión, “se apoderaba un temblor impresionante al pensar en la posibilidad de condenarse” (El Gran Desconocido, 128).

Entonces, en orden a crecer en la virtud de la esperanza, leamos algunos pasajes del Diario de Santa Faustina, la Secretaria de la Divina Misericordia:

  • “No encontrará alma ninguna la justificación hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia y por eso el primer domingo después de la Pascua ha de ser la Fiesta de la Misericordia. Ese día los sacerdotes deben hablar a las almas sobre Mi misericordia infinita” (570).
  • “Después de renovar los votos y de la Santa Comunión, de repente vi al Señor Jesús que me dijo con benevolencia: (…) Hija Mía, habla a los sacerdotes de esta inconcebible misericordia Mía. Me queman las llamas de la misericordia, las quiero derramar sobre las almas, [y] las almas no quieren creer en Mi bondad” (173).
  • “La desconfianza de las almas desgarra Mis entrañas. (…) A pesar de Mi amor inagotable no confían en Mí. Ni siquiera Mi muerte ha sido suficiente para ellas” (50)
  • “Siempre que quieras agradarme, habla al mundo de Mi gran e insondable misericordia” (64).
  • “La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia. Oh, cuánto Me hiere la desconfianza del alma. Esta alma reconoce que soy santo y justo, y no cree que Yo soy la Misericordia, no confía en Mi bondad. También los demonios admiran Mi justicia, pero no creen en Mi bondad. Mi Corazón se alegra de este título de misericordia” (300).
  • “Proclama que la misericordia es el atributo más grande de Dios. Todas las obras de Mis manos están coronadas por la misericordia” (301).

Pidamos hoy a la Divina Misericordia que nuestras almas se abandonen tan tranquila y confiadamente en brazos del Padre celestial que nada nos preocupe ni nos turbe y que nada interrumpa siquiera un instante nuestra paz interior (cf. El Gran Desconocido, 156).

Que la Virgen Santísima y todos los Santos nos alcancen la confianza de la Patrona Misional, que llegó a decir: “Aunque yo fuera el mayor pecador de la tierra, no por eso tendría menos confianza en Dios, porque mi esperanza no descansa en mi inocencia, sino en la misericordia de la divina Omnipotencia” (Tres edades…, 1041).

Jesús, en Vos confío.

7 IV 24, Domingo de la Divina Misericordia, Xaverianum. 

Padre Federico

 

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Un comentario

  1. Precioso artículo!!! Muchísimas gracias Padre Federico. Dios le continúe bendiciendo hoy como siempre🙏🏻🙏🏻🙏🏻🕊️ En Jesús y María.

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