De los máximos excesos celestiales y la épica sacerdotal

De los máximos excesos celestiales y la épica sacerdotal[1]

I. No hay mejor lugar que el Paraíso.

El Evangelio de hoy, III Domingo de Pascua, nos habla del Cielo cuando dice «vuestra alegría nadie os la podrá quitar» (Jn XVI 22). Digamos entonces, dos palabras sobre el Cielo ya que la mayor parte del tiempo hablamos de la tierra, lo cual no tiene mucho sentido ya que, como decía Santa Teresa, esta vida es “una mala noche en una mala posada”.

No hay mejor lugar que el Cielo. De hecho, como reflexiona San Bruno, ese santazo que fundó la gloriosa Cartuja, “el hombre se encuentra en un árido valle de lágrimas, es decir, en un mundo que, en comparación con la vida eterna, que viene a ser como un monte repleto de alegría, es un valle profundo donde abundan los sufrimientos y las tribulaciones”[2].

No hay mejor lugar que el Cielo. De hecho, como explica el Doctor Angélico, el Cielo se compara con la humanidad de Cristo y la Virgen Santísima ya que estas tres realidades tienen una dignidad infinita. Leamos el texto de la Suma Teológica, en el que Santo Tomás explica esta verdad:

La humanidad de Cristo por estar unida a Dios; la bienaventuranza creada por ser goce de Dios; la bienaventurada Virgen por ser Madre de Dios, tienen una  dignidad en cierto modo infinita, que les proviene del bien infinito que es Dios. Y en este sentido, nada mejor que ellos puede hacerse, por lo mismo que nada puede ser mejor que Dios[3].

Parma - el fresco de la Assumpcion de Virgen María en la cúpula del Duomo por Antonio Allegri (Correggio - 1526-1530)

Fresco de la Assumpcion de Virgen María en la cúpula del Duomo por Antonio Allegri.

 

II. La “esencia” del Paraíso.

Pero, ¿en qué consiste el Cielo o bienaventuranza creada? Como explica el Doctor Universal en su celebérrimo comentario catequético al Credo[4], el gozo del cielo consiste principalmente en tres cosas: primero, en la perfecta unión con Dios gracias a la cual se ve a Dios cara a cara; segundo, en la máxima alabanza a Dios; tercero, en la perfectísima satisfacción de nuestros deseos. Además de profundizar un poco la teología del Cielo, diremos una palabra sobre algunos de los Santos que tuvieron en esta tierra experiencias milagrosas que les permitieron ver algo del Cielo.

Santa Faustina Kowalska, la “Secretaria de la Divina Misericordia” como la llamó el Señor, además de ver el infierno y el purgatorio, viajó al Cielo en esta vida el 27 de noviembre de 1936. Ella escribió la visión que tuvo sobre el Paraíso, diciendo lo siguiente:

Hoy, en espíritu, estuve en el cielo y vi estas inconcebibles bellezas y la felicidad que nos esperan después de la muerte. Vi cómo todas las criaturas dan incesantemente honor y gloria a Dios; vi lo grande que es la felicidad en Dios que se derrama sobre todas las criaturas, haciéndolas felices; y todo honor y gloria que las hizo felices vuelve a la Fuente y ella entran en la profundidad de Dios, contemplan la vida interior de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que nunca entenderán ni penetrarán[5].

Es tan extremadamente excesiva la felicidad del Cielo que Santa Faustina explica que Dios permanentemente renueva el modo de felicidad del Cielo. Es inimaginable. Sería bueno que lo sepan los hombres mundanos modernos, siempre sedientos de novedades. Así lo explica la Santa mística polaca,

Esta fuente de felicidad es invariable en su esencia, pero siempre nueva, brotando para hacer felices a todas las criaturas. Ahora comprendo a San Pablo que dijo: “Ni el ojo vio, ni oído oyó, ni entró al corazón del hombre, lo que Dios preparó para los que le aman”.

La Santa también dice esto,

Esta fuente de felicidad es invariable en su esencia, pero siempre nueva, brotando para hacer felices a todas las criaturas. Ahora comprendo a San Pablo que dijo: Ni el ojo vio, ni oído oyó, ni entró al corazón del hombre, lo que Dios preparó para los que le aman.

La vida eterna, como explica Santo Tomás, “consiste primariamente en nuestra unión con Dios, ya que el mismo Dios en persona es el premio y el término de todas nuestras fatigas”[6]. En efecto, en la Divina Revelación, el Señor nos dice a cada uno de nosotros: «Yo soy tu escudo y tu paga abundante». La unión del hombre con Dios en el Cielo es perfectísima y no consiste en tener setenta y dos esclavas sexuales, como quieren los musulmanes según los hadices[7], sino principalísimamente en  la visión perfecta de la esencia de Dios, a Quien veremos cara a cara.

En segundo lugar, como dijimos, el Cielo «también consiste en la suprema alabanza»[8] ya que, como fue revelado, «Allí habrá gozo y alegría, con acción de gracias al son de instrumentos». Sobre esto San Bruno Cartujano, que dejó todo yéndose a vivir al medio de la nada, entre rocas, cuando vio como un eximio profesor se fue al infierno, comenta lo siguiente: «son dichosos los que habitan en sus atrios, porque alaban a Dios con un amor totalmente definitivo»[9].

En tercer lugar, el gozo del Cielo consiste «en la perfecta satisfacción de nuestros deseos, ya que allí los bienaventurados tendrán más de lo que deseaban o esperaban»[10]. Mas, ¿cómo es esto? Así lo explica el Doctor Angelicus:

La razón de ello es porque en esta vida nadie puede satisfacer sus deseos, y ninguna cosa creada puede saciar nunca el deseo del hombre: sólo Dios puede saciarlo con creces, hasta el infinito; por esto el hombre no puede hallar su descanso más que en Dios, como dice san Agustín: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón no hallará reposo hasta que descanse en ti”[11].

En efecto,

Los santos, en la patria celestial, poseerán a Dios de un modo perfecto, y por esto sus deseos quedarán saciados y tendrán más aún de lo que deseaban. Por esto dice el Señor: “Entra en el gozo de tu Señor”. Y san Agustín dice: “Todo el gozo no cabrá en todos, pero todos verán colmado su gozo. Me saciaré de tu semblante”; y también: “Él sacia de bienes tus anhelos”[12].

Es más, como sigue enseñando Santo Tomás, «Todo lo que hay de deleitable se encuentra allí», esto es, en el Cielo, «superabundantemente»[13]. En efecto, «Si se desean los deleites, allí se encuentra el supremo y perfectísimo deleite, pues procede de Dios, sumo bien: Alegría perpetua a tu derecha», como dicen las Sagradas Escrituras y cita el Aquinatense. En suma, la vida eterna, esto es, el Cielo, «es el término de todos nuestros deseos»[14].

Todos nuestros deseos serán plenamente saciados en el Cielo, pero eso no significa que todos tendrán la misma felicidad que los demás ya que eso depende del grado de caridad en esta tierra. San Alfonso de Ligorio, Doctor de la Iglesia, cuenta una historia que le reveló un superior de la Compañía de Jesús quien se le apareció después de morir y le dijo que él tenía mucha más gloria que el glorioso Rey Católico Felipe II, en cuyo imperio no se escondía el sol:

Ahora estoy en el cielo, Felipe II rey de España está en el cielo también. Los dos disfrutamos de la recompensa eterna del paraíso, pero es diferente para cada uno de nosotros. Mi felicidad es mucho mayor que la suya, pues no es como cuando estábamos aún en la tierra, donde él era de la realeza y yo era una persona corriente. Estábamos tan lejos como la tierra del cielo, pero ahora es al revés: lo humilde que yo era comparado con el rey en la tierra, así le sobrepasó en gloria en el cielo. Con todo, ambos somos felices, y nuestros corazones están completamente satisfechos.

A los tres elementos ya dichos podemos aún agregarle uno más y es el de la compañía celestial de los Santos. En efecto, como enseña el Aquinate,

La vida perdurable consiste también en la amable compañía de todos los bienaventurados, compañía sumamente agradable, ya que cada cual verá a los demás bienaventurados participar de sus mismos bienes. Todos, en efecto, amarán a los demás como a sí mismos, y por esto se alegrarán del bien de los demás como del suyo propio. Con lo cual, la alegría y el gozo de cada uno se verán aumentados con el gozo de todos[15].

Sobre este cuarto elemento celestial, San Gregorio  Magno enseña que los santos en el cielo conocen no sólo a aquellos con los que estaban familiarizados en este mundo, sino también a los que antes nunca vieron, y conversan con ellos de una forma tan familiar como si en tiempos pasados se hubieran visto y conocido: y por lo tanto, cuando ven a los antepasados en ese lugar de felicidad perpetua, luego los conocerán de vista, aquellos de cuya vida oyeron hablar.

III. Del sentido último del Paraíso.

Ya hemos hablado de la excelsitud de los gozos paradisíacos. Pero, ahora podemos preguntarnos cuál es el sentido último de que haya un Paraíso tan sublime y allá vayan todos los que mueren en gracia. Ésto que diremos ahora fue un descubrimiento para nosotros y se lo debemos a una gran mística mexicana, la Beata Conchita Armida, que fue una madre de familia ejemplar que tuvo unas impresionantes revelaciones del Señor y escribió textos espirituales dirigidos a los sacerdotes.

Al fin del primer tomo de sus obras completas, dedica un capítulo, el 151, al Cielo y allí explica magníficamente (en realidad, no es ella la que lo explica, sino que nuestro señor Jesucristo se lo explica a ella en primera persona y ella solo lo escribe, casi como una mecanógrafa pneumática, aunque no en el sentido de las gomas del auto). El Señor le explicó que Dios Padre creó un Cielo excelso, increíblemente glorioso, sobreabundante en todas las perfecciones para premiar a Cristo en Su Humanidad. El Cielo, entonces, ante todo, es para premiar la Humanidad de Cristo.

Ahora bien, como los Santos en el Cielo están perfectisimamente transformados en Cristo entonces, si bien no se cae en los delirios panteístas de la mística fociana sino que mantienen su autonomía ontológica, esto es, su subsistencia (lo que Aristóteles llamaba joriston y Santoto, subsistens), de algún modo, ellos son una sola cosa con Cristo., transformados graciosamente, no metafísicamente. Decimos  graciosamente en el sentido humorístico sino de la gracia de Dios. Entonces, Dios Padre glorifica la humanidad de Su Hijo y, por tanto, a todos los hombres que están perfectamente unidos con Él, los cuales son, de algún modo, como una sola con Él.

Para terminar, leamos unos pasajes escogidos de las revelaciones del Señor a la Beata Conchita ya que, evidentemente, Él lo explica mucho mejor que yo, al decir que Dios puso en el “cielo todos los deleites inimaginables para la criatura y las delicias de un Dios, para coronar con esa inefable dicha al Dios-hombre”[16], esto es, a Jesucristo.

“Por eso”, dice el Señor a Conchita, “hay un cielo creado para Mí, y por Mí, como Cabeza, (y) para las almas y los cuerpos de los hombres”. En el Cielo, que es un “lugar de delicias inefables”, “hay unidad, porque ahí, como le dice el Señor a la Santa, las almas glorificadas serán Cristo por su transformación en Mí; y mi Padre en ellas no verá más que a Mí” y “las almas y aun los cuerpos serán una sola cosa Conmigo”.

De hecho, dice el Señor a Conchita, que los bienaventurados viven embelesados en el “el gozo del Padre en el Verbo”. En efecto, el Verbo forma el gozo de Su Padre y el amor del Verbo al Padre es confirmado “con indecible unión” por el Espíritu Santo, de modo tal que el Padre y el Hijo “se gozan en un mismo gozo: el del Padre en su Verbo, a quien constantemente acaricia con sus miradas de Padre, con sus complacencias de Padre” y acá quedan como enganchados todos los Santos, ya que, como dice el Señor a Conchita, “las almas y los cuerpos se van al cielo a gozar del premio que mi Padre me preparó como galardón por ser Dios Redentor”.

IV. De la épica misión sacerdotal.

Todo lo dicho es innegablemente fascinante. Pero, ¿cómo las almas pueden alcanzar el Cielo?

Dios dispuso que el Sacrificio Redentor de Cristo sea aplicado a las almas ordinaria y especialmente por Sus Sacerdotes, por los Sacerdotes Católicos. Por eso, la vocación sacerdotal es una vocación extrema en tanto que es una vocación de rescate, pero no de un rescate terreno como el que hace un bombero a un nadador, o como el que vimos hace poco en un puente de Estados Unidos, sino para el rescate más extremo y urgente de todos: el rescate eterno. Esa es una vocación épica. Es la vocación más épica de todas. Es la vocación de élite. Por eso, la vocación de los comandos de élite de un ejército nacional no le llega ni al talón a la vocación sacerdotal, que es la vocación suprema y aun la vocación extrema por antonomasia ya que realiza la misión más extrema y necesaria de todas: la de salvar las almas. Sobre ésto, el Señor le dijo a la Beata Conchita Cabrera Armida lo siguiente:

No sufre mi infinito amor que se pierdan las almas (…). Por eso clamo hacia mis sacerdotes y levanto mi amorosa voz pidiendo ¡almas! que me den almas para saciar la sed de caridad en que me abraso con este martirio de atracción que tengo como Dios-hombre. Ansío darle almas a mi Padre en Mí, que lo glorifiquen; y me es muy dolorosa la inacción de muchos de mis sacerdotes que duermen tranquilos y dejan perecer las almas que podrían ser felices eternamente. Quiero que tomen muy en cuenta la perdición de las almas por su poco celo y la gloria que le quitan a la Trinidad.

Dice también que para la gloria del Padre y para la “felicidad de las almas y de los cuerpos, fundé mi Iglesia” y en la misma frase, hablando con la Beata, el Señor se pregunta retóricamente a Sí mismo: “y ¿este ideal de la Trinidad, que es la salvación de las almas en Mí, a quiénes les toca sino a los sacerdotes?” y luego dice “Necesito sacerdotes santos, no me cansaré de repetirlo; necesita mi Iglesia sacerdotes (…) llenos del intenso amor de celo con el fuego del Espíritu Santo”.

Que Dios llame a muchos jóvenes a ser esos Sacerdotes llenos del Espíritu Santo para que muchas más almas lleguen un día al Paraíso. Amén.

 

[1] III Dom. Pascua, 21 IV 24, Xaverianum.

[2] Cf. Comentario sobre los Salmos, Salmo 83: Edición Cartusiae de Pratis, 1891, 376-377.

[3] Santo Tomás de Aquino, S.Th, I, 25, ad 4.

[4] Cf. Opuscula theologica 2, Turín 1954, pp. 216-217.

[5] Cf. Diario de la Divina Misericordia, 777-781.

[6] Cf. Opuscula theologica 2, 216-217. El destacado siempre nos pertenece.

[7] Jamií al-Tirmidhi, 4:21:268.

[8] Cf. Opuscula theologica 2, 216-217. Subrayado siempre nos pertenece.

[9] Cf. Comentario sobre los Salmos, Salmo 83: Edición Cartusiae de Pratis, 1891, 376-377.

[10] Cf. Opuscula theologica 2, pp. 216-217.

[11] Cf. Opuscula theologica 2, pp. 216-217.

[12] Cf. Opuscula theologica 2, pp. 216-217.

[13] Cf. Opuscula theologica 2, pp. 216-217.

[14] Cf. Opuscula theologica 2, pp. 216-217.

[15] Cf. Opuscula theologica 2, pp. 216-217.

[16] Tomamos esto de A mis sacerdotes en Obras Completas. I, 646 ss.

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