De la sustitución de las Misiones a Infieles por la caridad inmanentizada

De la sustitución de

las Misiones de Infieles

por

la caridad inmanentizada

 

 

 

Perdónanos nuestros pecados

(Lc XI, 3)

 

 

Los arquetipos, buenos o malos, cambian a la masa, la modelan y la ponen en acción.

Ahora bien, la trágica oenegeización de la Iglesia (y sus sucedáneos corolarios o epifenómenos de estomacalización de la Misión y sustitución del pecador por el desempleado y reemplazo del pagano por el refugiado) no se operó en un día, sino que es fruto perverso de un lento proceso, catalizado por el genio y figura de un haz de paradigmas que se tornaron signos y emblemas del nuevo modelo, aportando no sólo su faz -tenida por santa- sino un acerbo -no breve- de pseudopiadosa discursería más o menos pauperista u oenegeizante.

De entrada suponemos que las figuras del neo-modelo tuvieron o tienen las más celestiales intenciones (cfr. Mt VII, 1), pero no nos referiremos a las secretas motivaciones de sus almas, sino al modelo que, de facto y de palabra, generaron.

Si un hombre está desamparado y arrojado en las calles, a merced de perros y villanos, y un Buen Samaritano lo rescata, tal bienhechor habrá realizado una obra encomiable que, en cuanto tal, sólo merece el aplauso y, si está en gracia, aumentará sus premios celestiales.

Si a tal necesitado, luego de habérselo salvado de las amenazas de la intemperie y la indigencia, se le ofrece afecto, pábulo y hospedaje hasta el fin de su vida, se hará una obra admirable.

Ahora bien, si tales necesitados provienen de un contexto idólatra y pagano en el cual la inmensa mayoría ignora al Redentor, y se los hospeda no un día sino varios años, y a menudo hasta su defunción, entonces evidentemente se les deberá predicar, con celo de almas y claridad de palabra, la Buena Nueva para, de este modo, ayudarlos a que salven su alma. De lo contrario, se acaba sirviendo sólo sus cuerpos, lo cual no es sino materialismo terrenalista edulcorado con una dosis más o menos generosa de afecto sentimental.

Si el otrora desamparado que hogaño es hospedado fuese idólatra -y por más que lo sea desde su infancia-, el Buen Samaritano no podrá alentarlo a ser “un buen idólatra” sino que deberá advertirle de su grave yerro, removerle su ignorancia y enseñarle que hay un solo Dios y que Él nos envió un Salvador que nos espera en Su Iglesia para perdonarnos los pecados.

Ahora bien, si el voluntario lo alienta a perseverar en su idolatría, por más que lo exhorte a una genérica bondad, ya no será un voluntario bienhechor sino un malhechor consumado puesto que, si bien le dará ciertos auxilios corpóreos y algunos consuelos afectivos, al alentarlo a que sea un buen hindú o un buen budista, lo está alentando a que persevere en el politeísmo idólatra -en el primer caso- o en el ateísmo metafísico -en el segundo caso-. De este modo, ya no hay ningún Buen Samaritano, sino sólo un Buen Sátrapa que, al exhortar al prójimo a que viva bien su falsa religión, se torna de facto instrumento del Diablo para empujar las almas al infierno, que es merecido por aquellos que renuncian al Dios verdadero y se entregan al culto de los ídolos, lo cual, como enseña el Apóstol, es inexcusable.

¿Qué clase de caridad tiene quien, pudiendo enseñarle o corregirlo y teniendo sobrado tiempo para esto, deja que el pobre a su cargo muera sin bautismo y en la ignorancia del Creador y del Salvador? ¿Es esto caridad o una forma renovada de cainismo naif? Hacemos estas preguntas ya que no podemos olvidar la respuesta de Caín a Dios: “¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?” (Gen IV, 10).

La realidad es que la oenegeización eclesial lleva a procurar la salud del cuerpo y el bienestar afectivo, pero se desentiende deliberadamente de la salvación eterna del necesitado. Podemos decirlo así: el voluntario oenegeista es un cierto “Buen Samaritano” en lo que toca a la vida terrenal pero es un nuevo Caín en lo que toca a la vida eternal.

Estos samaritanos caínicos le darán polenta a los estómagos, pero fomentarán la hambruna espiritual al omitirles la predicación de la Palabra de Dios; darán agua potable a los miserables sedientos, pero omitirán darles las aguas vivas que Cristo ofreció a la samaritana;  darán alojamiento a los mendigos pero no los invitarán a las Moradas que el Señor nos fue a preparar en el Reino de los Cielos; les darán pulloveres o medias, pero no les ofrecerán la vestidura nupcial que es preciso vestir para entrar a las Bodas del Cordero; curarán sus escorbutos o sus infecciones venéreas, sus gangrenas o sus resfríos, pero no harán nada por removerles la peste maldita del pecado original ni por extirparles la multitud de sus pecados mortales, los cuales aniquilan el alma y la hacen digna del averno; dispensarán mimos y besos a los menesterosos pero no procurarán que éstos reciban el gran fruto de la ternura de Jesús, que es el perdón de los pecados, que llega por el bautismo sacrosanto.

Estos filántropos olvidan que un mendigo hambriento puede ser reputado “muy bueno” a la luz de los cánones meramente humanos (según los cuales es bueno quien sonríe y ayuda a veces y no mata ni roba ni miente ni se queja mucho), pero que de nada o de poco le sirve esta cierta decencia cívica si cometió al menos un pecado mortal y no fue perdonado por Dios.

Es doctrina elementalísima que basta un solo pecado mortal para asegurar indefectiblemente el infierno eterno, que sólo el perdón divino dispensa de semejante castigo y que nadie -ni siquiera la Iglesia- conoce otro medio de perdonar los pecados que no sean los sacramentos del bautismo y la confesión.

Como se dijo alguna vez, el pauperismo asacramental, al final, busca que los pobres se vayan abrigados y bien alimentados … al infierno eternal.

Es preciso recordar, si hiciera falta, que uno de los máximos Apóstoles de la Caridad, San Vicente de Paúl se lamentaba con místico dolor por aquellos pobres que se morían de hambre y encima se condenaban en el infierno. A este místico francés nadie le vendió el buzón del pauperismo contemporáneo. Él, ante todo, se gastaba y desgastaba por la salvación eterna de los pobres, a quienes, por caridad, alimentaba también con comida material.

La tergiversación pauperista de la caridad suele ir acompañada de la suposición, tácita o no, de la salvación del pobre por su mera condición de pobre, como si la pobreza per se perdonase los pecados ex opere operato. Como si pensasen que la pobreza material es un nuevo bautismo, pero más poderoso que el de tipo sacramental ya que ella sola sin ayuda de otros sacramentos o medios, bastaría y sobraría para asegurar la salvación eternal.

Este pauperismo “católico” tiene sus lugares comunes y hasta su apologética -a menudo apasionada y dogmática-, la cual es más bien de tipo sentimental y descansa sobre el sofisma afectivo de que “como Dios es bueno, no llevará a los pobres al infierno”.

Otra de las típicas falacias que los tergiversadores emplean es esta: “Dios no nos preguntará de qué religión fuimos sino si amamos o no a los prójimos”. Este slogan filantropista se desarma con la misma palabra de Dios, Quien con celestial laconismo, nos reveló esta dramática verdad salvífica: “El que crea y se bautice, se salvará; el que no crea, se condenará” (Mc XVI, 16).

Esta tergiversación de la caridad o “materialismo sentimental” -si se nos permite la expresión- a menudo conlleva un contentarse con que el pobre muera sonriendo, aun cuando muera sin haber sido engendrado a la vida de la gracia. Según este nuevo paradigma, no interesa que el pobre muera bautizado, sino que lo importante es que muera sintiendo afecto, lo importante es que muera experimentando que alguien lo ama. No interesa que muera como católico, hindú o mahometano, no importa que muera adorando a la sanguinaria ídola Kali, al elefante Ganesh o al Gurú de turno, sino que lo que cuenta es que muera sintiendo afecto y si muere sonriendo ya nada más se podrá anhelar. Esa es la muerte perfecta: morir sonriendo. No interesa la gracia divina y el comparecimiento ante el divino Juez, sólo importan los mimos y las risas.

Para la caridad inmanentizada, entonces lo que importa es que el pobre muera habiendo recibido pan y afecto humano. Alguno podría replicarnos que, en realidad, mueren recibiendo una muestra de afecto de Dios que llega por medio de aquel instrumento humano que es el voluntario del momento. A esto respondemos que esto, entonces, más que “afecto de Dios” parecería una “ironía de Dios”, Quien luego de manifestar Su afecto al agonizante, lo envía al infierno por haber muerto sin bautismo y con al menos un pecado mortal en su haber.

A esto, respondemos que Dios, que es la Bondad Infinita, desea que todos se salven y por tanto quiere que los católicos ayuden a los menesterosos no sólo por medios de consuelos humanos y afectivos (lo cual es indudablemente importante y encomiable) sino principalmente preparándolos, de modo prudente y caritativo, para la muerte, esto es, ayudándolos a tener una muerte santa que los lleve al Cielo.

La mutilación del servicio caritativo (que es hija y fruto de la mutilación del Cristianismo y aun de una deformación de la concepción sobre Dios) transmite una falsa imagen de Dios, que es la de un Dios que se vuelve ocasión de pecado ya que todos se salvarían (como explica San Alfonso, si todos se salvan, Dios sería ocasión de pecado para los justos) o es la de un Dios irónico o cínico, que le guiña un ojo a alguien a quien, minutos después, enviará al infierno.

Mas, la auténtica misericordia muestra el amabilísimo y tiernísimo Rostro de Dios que “levanta de la basura al pobre”, como dice el Salmo, mas no sólo de la basura material o corporal sino sobre todo de la basura espiritual, esto es, de las inmundicias del pecado, la idolatría, la superchería y la apostasía, y así, el pobre es levantado de la suciedad de este valle de lágrimas al esplendor sublime de la Fe Católica y luego a la majestuosidad deslumbrante del Paraíso Eternal. Valga entonces, a modo de síntesis, recordar que hay dos modelos: la caridad inmanentizada que evoca de facto un Dios cínico, y la caridad teologal que evidencia el amor inefable del Dios de los corazones.

El pauperismo asacramental -como también se puede llamar a esta sutil corrupción de la caridad- es una forma de enfriamiento de la caridad, esto es, de ese congelamiento del auténtico amor que preludiará la segunda venida del Señor. Este pauperismo que es materialismo sentimentalista, en tanto panificación-que-sustituye-la-predicación, es una reedición de la primer tentación de satanás al Señor: “manda que estas piedras se vuelvan panes” (Mt IV, 8).

En efecto, San Mateo, al comenzar a exponer lo relativo al ministerio público de Cristo, señala que nuestro divino Salvador “recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y proclamando la Buena Nueva del reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mt IV, 23). El texto escriturístico evidencia que el Señor priorizaba la predicación salvífica y que la secundaba con obras de misericordia corporales. Ahora bien, si la divina Revelación sólo dijese que Cristo “recorría toda la Galilea, sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo”, entonces estaríamos ante un Impostor y no ante el Salvador. De hecho, el Anticristo intentará precisamente esto: “sanar toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo”, pero omitiendo proclamar la Buena Nueva. Es la mutilación de la caridad. Es la inmanentización de la caridad. Es la caridad de la ONU, los Rothschild y el Banco Mundial. Es una caricaturización reduccionista del Cristianismo.

Al final, esta neo-caridad, que quieren presentar como la “caridad del postconcilio”, podrá ser perfectamente practicada por el Anticristo y sus secuaces. Ningún óbice teológico hay para imaginar al Gran Impostor estableciendo clínicas gratuitas para pobres o enviando sus satélites a repartir cucharadas de arroz a los indigentes que duermen en las esquinas. Y no sólo no hay ningún óbice teológico sino que el Anticristo aparecerá como un Mesías y por tanto como un Salvador. Mas no será alguien que provea una redención esjatológica sino que, por el contrario, será el adalid de la caridad inmanentista, esto es, el paradigma supremo de la tentativa de construcción del Paraíso en tierra, en el que se buscará la abundancia material, la proliferación de todo tipo de afecto -humano, animal y contranatural-, sin hacer distinciones por razón de raza, color, nación o religión.

Nada prohíbe, al contrario, imaginar un Anticristo cubriendo largos turnos en un voluntariado de solidaridad con sordomudos, ciegos o moribundos. No hay obstáculo teorético (¡al contrario!) para suponer que el Anticristo exhortará a las masas anestesiadas a ser solidarios con los pobres, hospitalarios con los refugiados, tolerantes con todos, respetuosos “de la diferencia”, ecológicos, ecuménicos y pacíficos.

De hecho, y como preludio de la corrupción final, el mundo post-moderno es testigo de la legión de ateos y masones, herejes y apóstatas, relativistas y sodomitas que ejercen voluntariados prolongados y gratuitos en zonas misérrimas del orbe, dando de comer a los pobres, mimando necesitados, vistiendo desnudos o vacunando enfermos. Este hecho incontrastable pone de manifiesto que la caridad inmanentizada no es ni “sal de la tierra” ni “luz del mundo” (cfr. Mt V, 13-16), sino, por el contrario, obra de la carne y fermento del mundo, del mundo malo y enemigo de Cristo.

Es digno de notar que el mundo moderno aplaudirá a rabiar la caridad inmanentizada -y la premiará con sus galardones, esto es, con sus Nóbeles y sus Óscarespero odiará la Caridad trascendente -que es la caridad teologal- la cual busca ante todo amar a Dios y luego al prójimo pero por amor a Dios y buscando llevarlo a Él. Parafraseando a un autor, en la caridad teologal, “todo comienza por Dios empezando por el hombre”, pero en la caridad inmanentizada “todo comienza por el hombre, empezando por Dios”.

El mundo amará e idolatrará a los “héroes” de la caridad inmanentizada pero perseguirá a los que aspiren a la caridad teologal, esto es, a aquellos que se gasten y desgasten para llevar a los prójimos al conocimiento de Cristo y al bautismo para entrar un día en el Cielo y salvarse del averno. Los “héroes” de la caridad inmanentizada olvidaron la divina advertencia de que es “estrecho el camino que lleva a la vida, y pocos son los que lo encuentran” (Mt VII, 14). Parecen ignorar también que “todo árbol que no produce buen fruto, es cortado y echado al fuego” (Mt VII, 19).

Casi todos hoy están alistados en alguna obra de beneficencia, pero casi nadie trabaja por la conversión de los prójimos a la Fe verdadera. No hace falta más pruebas para constatar el enfriamiento de la caridad profetizado en la Escritura como prolegómeno de la Parusía.

No nos dejemos seducir por la falsa caridad. Ella no lleva el signo de la gracia, no lleva al Cielo al que la practica y no abre la puerta del Paraíso a los demás.

Que Dios nos dé la gracia de entender que “los más pobres de los más pobres” no son los carentes de afecto o comida sino los que viven privados de la gracia y el conocimiento de Dios, y no de cualquier “dios” sino del Dios verdadero, Dios Uno y Trino.

Que la Virgen Santísima, en el centenario de su gloriosa epifanía de Fátima, nos alcance la gracia de la pura e inmaculada caridad.

Amén.

 

 

Padre Federico, S.E.,

Misionero en Extremo Oriente

Mayo 2017,

Meseta Tibetana.

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